Las definiciones son la base de los razonamientos sistemáticos.-Aristóteles.
La confusión por el lenguaje de todas aquellas cosas que están separadas por la Naturaleza, es la madre de todo error.-Hooker.
Bacon nos dio la sensación de la vacuidad de la filosofía aristotélica. Smith, de igual manera, nos hizo percibir la falsedad de todos los sistemas de Economía Política precedentes; pero el segundo no levantó el edificio de esta ciencia, como el primero no creó la Lógica... Por consiguiente, todavía no estamos en posesión de un tratado definitivo sobre la ciencia de la Economía Política, en el cual los frutos de una amplia y perseverante observación estén referidos a principios generales, que puedan ser aceptados por todo espíritu reflexivo; de una obra en la que estos resultados sean bastante completos y bien dispuestos para apoyarse recíprocamente y que, por cualquiera y en todos los tiempos, pueda ser estudiada con utilidad.-J. B. Say, 1803.
Podemos citar como ejemplo de dichos iniciados, pero aún incompletos, descubrimientos de la gran Riqueza de las naciones, por Adam Smith, obra que aún es y será siempre la de un explorador y el único libro de Economía Política que despliega su genio ante toda clase de lector inteligente. Pero entre los especialistas y las escuelas, esta obra de genio, que conmovió toda Europa en su día, es abandonada en las bibliotecas como anticuada y superada por los más pequeños y obtusos hombres, que han roto su sistema en pedazos y nos ofrecen ahora los fragmentos como una ciencia cuyos principios fundamentales están en su mayoría aún en discusión.
Profesor (griego) J. P. Maraffi.-«La actual posición de la Egiptología». Nineteenth Century, Agosto, 1894.
Puesto que la Economía Política es la ciencia que trata de la naturaleza de la riqueza y leyes de su producción y distribución, nuestro primer paso es fijar el significado que propiamente atribuimos en esta ciencia a sus vocablos principales.
En primer término, demostraré la necesidad de una indagación eliminadora, mostrando la confusión que desde el tiempo de Adam Smith hay en tales vocablos, y la absoluta incoherencia en que la Economía Política universitaria, ha caído ahora, respecto de ellos. Después trataré de precisar las causas de esta confusión. Esto nos conducirá al estudio del desenvolvimiento económico, y a falta de una inteligente historia de la Economía Política en nuestra bibliografía, procuraré trazar brevemente su curso, desde el tiempo de Adam Smith y sus predecesores los economistas franceses llamados fisiócratas, hasta el virtual abandono de ella en las enseñanzas de las escuelas y universidades inglesas y americanas del tiempo presente.
Después de ver que el único punto relativo a la riqueza sobre el cual concuerdan los economistas profesionales es el del valor, y que sus confusiones en cuanto a la riqueza proceden en gran parte de sus confusiones en cuanto al valor, trataré de determinar el verdadero significado del término valor. Fijado éste, podremos fijar el exacto significado y relación del término riqueza y procederemos a hacerlo.
Aunque en este libro veremos que consagro muchos capítulos a un asunto que los tratadistas precedentes han tratado en unas pocas líneas, cuando, como ocurre con muchos de ellos, no lo han ignorado en absoluto, estoy seguro de que el lector encontrará al fin en la facilidad y certidumbre con que podrá realizar las subsiguientes indagaciones, amplia recompensa de la solicitud puesta al principio.
Exponiendo el fracaso de la economía política corriente para definir la riqueza y las confusiones que de ello se siguen, las cuales culminan en el abandono de la economía política por sus maestros profesionales
La riqueza es el vocablo primario de la Economía Política.-Acepción común de la palabra.-Ambigüedades más notorias en Economía Política. -Adam Smith, no explícito.-Crecientes confusiones de los escritores que le sucedieron.-Sus definiciones.-Muchos no intentan definirla.-Proposición de Perry para abandonar el vocablo.-Marshall y Nicholson.-El fracaso en la definición del término lleva al abandono de la Economía Política.-Esto, disfrazado bajo la palabra económico.-El propósito expresado por Macleod. -Resultados para la Economía Política.
El fin de la ciencia de la Economía Política es, como hemos visto, la investigación de las leyes que rigen la producción y distribución de la riqueza en la vida social o civilizada. Al comenzar su estudio, nuestro primer paso es, por consiguiente, ver cuál es la naturaleza de la riqueza de las sociedades o colectividades, determinar exactamente qué significamos por la palabra riqueza, cuando la empleamos como un término de Economía Política.
Pocas palabras hay en más corriente uso que la palabra riqueza y en el sentido general que basta para las necesidades ordinarias todos sabemos qué significamos con ella. Pero al definir este significado con la precisión necesaria en Economía Política, de tal modo que se determine lo que está y lo que no está propiamente comprendido en la idea de riqueza según la Economía Política tiene que considerarla, los más de nosotros, aunque usemos la palabra frecuente y fácilmente en el pensamiento y lenguaje ordinarios, caemos en la indecisión y la perplejidad.
No es extraño. En realidad, es el natural resultado de transferir a una más amplia economía un término que estamos acostumbrados a usar en una economía más concreta. En nuestro pensamiento y lenguaje corrientes, refiriéndonos, como es frecuente, a los asuntos cotidianos y a las relaciones de los individuos con otros individuos, la economía a que habitualmente nos referimos y que con más frecuencia tenemos en la mente, es la economía individual, no la Economía Política, la economía cuyo terreno es el de la unidad, no la Economía cuyo terreno es el del conjunto u organismo social, el Mayor Leviathan, de origen natural, de que antes hemos hablado.
El primitivo significado de la palabra riqueza es el de plenitud o abundancia; el de posesión de cosas que llevan a una cierta clase de prosperidad o bienestar. Salud, fuerza y riqueza, expresan tres clases de prosperidad o bienestar. La salud se refiere a la constitución o estructura orgánicas, y expresa la idea del bienestar con relación al organismo físico o mental. La fuerza se refiere al vigor de las facultades naturales, y expresa la idea del bienestar con respecto a la aptitud para el esfuerzo. La riqueza se refiere al dominio de cosas externas que satisfacen los deseos, y expresa la idea de bienestar con respecto a la posesión o propiedad. Ahora bien, así como la salud social significa algo diferente de la salud individual, y las fuerzas sociales algo diferente de la fuerza individual, así la riqueza social o la riqueza de la sociedad, el mayor hombre o Mayor Leviathan, del cual los individuos que viven en la civilización, son componentes, tiene que ser algo distinto de la riqueza del individuo.
En una economía, la del individuo o unidad social, se considera riqueza todo aquello cuya posesión tiende a dar opulencia o dominio de cosas externas que satisfagan deseos a su poseedor individual, aun cuando implique el arrebatar dichas cosas a otros individuos. Pero en la otra economía, la del conjunto u organismo social, no puede ser considerado como riqueza nada que no aumente el caudal del conjunto. Por consiguiente, algo que puede ser considerado como riqueza desde el punto de vista individual, puede no serlo desde el punto de vista de la sociedad. Un individuo, por ejemplo, puede ser rico en virtud de obligaciones que le sean debidas por otros individuos; pero tales obligaciones no pueden constituir parte de la riqueza de la sociedad, que abarca a la vez al deudor y al acreedor. O un individuo puede aumentar su riqueza por el robo o el despojo, pero la riqueza del conjunto social, que comprende al robado y al ladrón, al perdidoso lo mismo que al ganancioso, no puede aumentarse así.
No es extraño, por consiguiente, que hombres acostumbrados al uso de la palabra riqueza en su sentido ordinario, sentido en el cual nadie puede impedir su continuo uso, caigan, a menos que pongan gran cuidado, en confusiones cuando tienen que usar la misma palabra en su sentido económico. Pero lo que sí parece extraño es que esa incertidumbre, perplejidad y confusión, en cuanto al significado del término económico riqueza, sea aún más ostensible en los escritos de los economistas profesionales acreditados por los colegios y universidades y otras instituciones docentes, con títulos especiales que les autorizan para dar lecciones a sus conciudadanos sobre materia económica, y que haya estadísticos profesionales, que con grandes columnas de cifras intentan justipreciar el conjunto de la riqueza de los Estados y naciones, que parecen en su mayor parte no tener ni sospecha de que lo que puede ser riqueza para un individuo, puede no serlo para una sociedad7.
Adam Smith, considerado como el fundador de la moderna ciencia de la Economía Política, no es muy claro o enteramente lógico, en cuanto a la verdadera naturaleza de riqueza de las naciones o riqueza en sentido económico. Pero, desde su tiempo, las confusiones de que aquél adolece en vez de haber sido disipadas por los escritos de quienes en nuestras escuelas y colegios son conocidos como economistas8, han empeorado progresivamente hasta el punto de que los últimos y más concienzudos de dichos tratados han desistido de todo intento de definirla.
En Progreso y miseria (1879) demostré la completa confusión en cuanto a la riqueza, en que han caído los profesores universitarios de Economía Política, juntando varias y contradictorias definiciones de su subtérmino capital, dadas por prestigiosos escritores de Economía9. Aunque tuve que fijar el significado del término principal, riqueza, para fijar el significado del subtérmino capital a que inmediatamente hube de referirme, la confusión de los economistas acreditados «no ha mejorado muy deprisa», la «revolución económica» que, mientras tanto, ha expulsado de sus cátedras a los profesores de Economía Política ortodoxa, para dar puesto a los llamados austríacos o de otros semejantes profesores de lo económico, sólo ha conducido a hacer más obscura la confusión. Permitidme, por consiguiente, para exponer del modo más visible la confusión existente entre los economistas universitarios, en cuanto al término primario de la Economía Política, juntar las definiciones del término económico, riqueza, que pueda encontrar en los escritores de economía representativos y autorizados desde Adam Smith hasta ahora, poniéndolos por orden cronológico, en cuanto sea posible.
J. B. Say.-Divide la riqueza en natural y social, y aplica el último término a cuanto es susceptible de cambio.
Malthus.-Aquellas cosas materiales que son necesarias, útiles o agradables a los hombres.
Torrens.-Artículos que poseen utilidad y son producidos por algún esfuerzo voluntario.
McCulloch.-Aquellos artículos o productos que tienen valor en cambio y que son necesarios, útiles o agradables al hombre.
Jones.-Objetos materiales voluntariamente apropiados por el hombre.
Rae.-Todo lo que yo puedo encontrar sobre esta materia en sus Nuevos principios de Economía Política (1833) es que «los individuos se hacen ricos por la adquisición de la riqueza previamente existente; las naciones por la creación de la riqueza que antes no existía».
Senior.-Todas aquellas cosas, y sólo aquellas cosas, que son transferibles, limitadas en la oferta y producen directa e indirectamente placer, o impiden pena... Salud, fuerza y cultura y las demás facultades del cuerpo o del espíritu adquiridas nos resultan ser artículos de riqueza.
Vethake.-Todos los objetos, así materiales como inmateriales, que tienen utilidad, excepto los no susceptibles de ser apropiados, y los suministrados gratuitamente por la Naturaleza. Por riqueza de una sociedad o nación se significa toda la riqueza poseída por las personas que la componen, sean individuales o jurídicas.
John Stuart Mill.-Todas las cosas útiles y agradables que poseen valor en cambio, o, en otras palabras, todas las cosas útiles y agradables, excepto aquéllas que pueden obtenerse en la cantidad deseada, sin trabajo o sacrificio.
Fawcett.-Puede definirse la riqueza diciendo que consiste en toda mercancía que tiene un valor en cambio.
Bowen.-Conjunto de todas las cosas materiales o inmateriales que contribuyen a la comodidad y deleite, y que son objeto de frecuente contrato y venta.
Jevons.-Lo que es: Iº. transferible, 2º. limitado en cantidad, 3º. útil.
Mason y Lalor, 1875.-Cualquier cosa por la que puede darse algo en cambio.
Leverson.-Las cosas necesarias y confortables para la vida producidas por el trabajo.
Shadwell.-Todas las cosas cuya posesión proporcionan placer a alguien.
Macleod.-Todo lo que puede ser comprado, vendido o cambiado, o cuyo valor puede medirse en dinero... La riqueza no es más que derechos comerciables.
De Laveleye.-Todo lo que responde a las necesidades racionales de los hombres. Un servicio útil y un objeto útil, son igualmente riqueza... Riqueza es lo que es bueno y útil, un buen clima, caminos bien conservados, mares abundantes en pescados, son indiscutiblemente riqueza para una comarca, y, sin embargo, no pueden comprarse.
Francisco A. Walker.-Todas las cosas de valor y nada más.
Macvane.-Todos los objetos materiales, útiles y agradables que poseemos o tenemos derecho a usar y disfrutar sin pedir el consentimiento de otra persona. La riqueza es de dos clases: riqueza natural y riqueza producida por el trabajo.
Clark.-Usualmente se emplea la palabra riqueza para significar: primero, un bienestar comparativo resultante de la material posesión, y, segundo, y por traslación, la posesión misma. La riqueza, pues, consiste en los elementos constitutivos de la prosperidad relativa en el ambiente material del hombre. Es objetiva para el usuario, material, útil y apropiable.
Laughlin.-Define la riqueza material como algo que satisface una necesidad; no puede ser obtenida sin sacrificar algún esfuerzo, y es transferible; pero también habla de riqueza inmaterial, sin definirla.
Newcomb.-Aquello por cuyo disfrute pagan dinero las gentes. La destreza y habilidad para los negocios o el saber que permite a sus poseedores contribuir al disfrute de otros, incluyendo los talentos del autor, la habilidad del hombre de negocios, el saber del abogado, la maestría del médico, son considerados riqueza cuando usamos el vocablo en su acepción más extensa.
Bain.-Una mercancía es materia elaborada con el designio de responder a una demanda o necesidad definida; y riqueza es, sencillamente, la suma total de las mercancías.
Ruskin.-Este brillante ensayista y crítico de arte, apenas puede ser clasificado como un economista político aceptado en las escuelas, y me abstengo de dar su definición de la riqueza, que, de otra suerte, tendría aquí su lugar adecuado. Pero su obra Hasta este último (1866), se compone de cuatro ensayos de Economía Política y los brillantes relámpagos de verdad moral, que éstas como otras de sus obras contienen, han conducido a muchos de sus admiradores a considerarle como un profundo economista. Es lo que se quiera, menos un lisonjeador de la «moderna soi-disant ciencia» como él la llama, a la cual reprocha, que al paso que se declara ciencia de la riqueza, no puede decirnos qué es riqueza. En el prefacio de dichos ensayos, dice:
«El verdadero propósito de estos escritos, su significado central y su intención, es dar por primera vez, a mi juicio, en Inglaterra, una definición lógica de la riqueza, definición absolutamente necesaria para una base de la ciencia económica».
Estará bien, por consiguiente, sin afirmar que Ruskin sea, en manera alguna, representante de la Economía Política universitaria, a la cual compara con una Astronomía incapaz de decir qué es una estrella, dar su definición. Esta definición, para usar sus propias palabras, es: «la posesión de artículos útiles que podemos usar». O como dice después: «La posesión de lo utilizable, por el utilizador».
El reunir estas definiciones de riqueza de los economistas ha costado gran trabajo, pero lo mismo se advierte en los omitidos. El hecho es que muchos de los más reputados escritores de Economía Política, como, por ejemplo, Ricardo, Chalmers, Thorold Rogers y Cairnes, no intentan dar una definición de la riqueza. Lo mismo debe decirse de los dos volúmenes de Carlos Marx titulados, Capital; también, de los dos volúmenes de la misma materia de Böhm-Bawerk, que también han sido traducidos al inglés, y que son muy citados por la ahora dominante escuela de Economía Política universitaria, conocida por austriaca. Y aunque bastantes de los escritores que no intentan definir la riqueza, hablan mucho de ella, lo que dicen es demasiado difuso e incoherente para citarlo o condensarlo. Hay muchos que, sin decirlo, participan evidentemente de la opinión francamente expresada por el profesor Perry en sus Elementos de Economía política (1866).
«La palabra riqueza ha sido la plaga de la Economía Política. Es el pantano donde han nacido las más de las nieblas que han obscurecido todo su campo. Por su ambigüedad y la variedad de asociaciones que promueve en los diferentes espíritus, es totalmente inadecuada para ningún propósito científico. Es asimismo casi imposible de definir, y, por consecuencia, no puede ser útil en la definición de ninguna otra cosa... El significado de la palabra riqueza no ha sido determinado aún, y si la Economía Política ha de esperar a que se haga como un preliminar, la ciencia jamás será satisfactoriamente construida... Pueden pensar, y hablar, y escribir y discutir los hombres hasta el día del Juicio final; pero hasta que usen las palabras con exactitud y signifiquen la misma cosa con la misma palabra, alcanzarán relativamente escasos resultados y harán cortos progresos. Y precisamente en esto encontramos la primera gran razón del escaso progreso realizado hasta ahora por esta ciencia. Trata de usar, con fines científicos, una palabra que ninguna manipulación ni explicación podría hacer adecuada para ello. Afortunadamente no es necesario usar esta palabra. Emancipándose de la palabra riqueza, en cuanto a término técnico, la Economía Política se ha librado de un estorbo, y sus movimientos son ahora relativamente libres».
Para hacer esta enumeración de definiciones tan exactamente representativas como fuera posible, he deseado incluir la del profesor Alfredo Marshall, profesor de «Economía Política de la Universidad de Cambridge (Inglaterra), y cuyos Principios de Economía Política (de los cuales sólo se ha publicado el primer volumen en 1890, con 800 páginas en 8.º), parece ser la obra de Economía más extensa y pedagógicamente la mejor presentada que se ha publicado en Inglaterra.
No puede decirse de él, como de muchos escritores economistas, que no ha intentado decir lo que entiende por riqueza, porque si busca uno el índice, encuentra un capítulo entero. Pero ni en este capítulo, ni en ninguna otra parte, se puede encontrar un párrafo, aunque sea largo, que pueda citarse como una definición del significado que atribuye al término riqueza. El único aproximado es éste:
«Toda riqueza consiste en cosas que satisfacen las necesidades directa e indirectamente. Toda riqueza, por consiguiente, consiste en bienes, pero no toda clase de bienes son estimados como riqueza».
Pero esta distinción entre bienes estimados riqueza y bienes no estimados riqueza, que a juicio de uno debería seguir, el lector la busca en vano. Sólo encuentra que el profesor Marshall le da a elegir clasificando los bienes en externos-materiales-transferibles, bienes externos-materiales-no-transferibles, bienes externos-personales-transferibles, bienes externos- personales-no-transferibles, y bienes interno-personales-no-transferibles, o también en bienes materiales-externo-transferibles, bienes materiales-externo-no-transferibles, bienes personales-externo-transferibles, bienes personales-externo-no-transferibles y bienes personales-interno-no-transferibles. Mas en cuanto a qué clase de esos bienes son llamados riqueza y cuáles no, el profesor Marshall no da al lector la más mínima indicación, a menos que sea capaz de encontrarla en el Volkswirthschaftslehre de Wagner, al cual el lector es remitido al final del capítulo, como libro que arroja mucha luz sobre la relación entre el concepto económico de la riqueza y el concepto jurídico de los derechos de propiedad privada. Puedo transmitir la impresión producida en mi espíritu por los repetidos esfuerzos para descubrir lo que el profesor de Economía Política de la gran Universidad inglesa de Cambridge sostiene que se considera riqueza, con sólo decir que parece comprender en ella todas las cosas de los cielos, de la tierra y de las aguas que pueden ser útiles o deseadas por el hombre individual o colectivamente, incluyendo al hombre mismo con todas sus capacidades naturales o adquiridas, y que todo lo que yo puedo afirmar de un modo absoluto, porque es lo único en que he podido encontrar una afirmación directa, es que «para muchas cosas tenemos que considerar al Támesis como parte de la riqueza de Inglaterra».
La misma absoluta incongruencia, aunque acaso menos trabajada, ofrece el profesor S. Shield Nicholson, catedrático de Economía Política en la gran Universidad escocesa de Edimburgo, cuyos Principios de Economía Política aparecieron, en un primer tomo (menos voluminoso que la mitad del profesor Marshall), en 1893, y hasta ahora, 1897, no ha sido continuado. Buscando en el índice la palabra riqueza se encuentra, nada menos que quince referencias, de las cuales, la primera es «concepto vulgar de» y la segunda «concepto económico de». Sin embargo, en ninguna de ellas, ni en todo el volumen, aunque se examine por entero, puede encontrarse nada que se parezca a una definición de la riqueza; lo único que se parece a una afirmación directa, es la observación incidental (página 404) de que «la tierra es, en general, el más importante factor en el inventario de la riqueza nacional» proposición que, lógicamente, es tan falsa como la de que debemos considerar al Támesis parte de la riqueza de Inglaterra.
Ahora bien, riqueza es el objeto o nombre dado al asunto fundamental de la Economía Política, la ciencia que investiga las leyes de la producción y distribución de la riqueza en 1a sociedad humana. Es, por consiguiente, el término económico de primaria importancia. A menos que sepamos lo que es riqueza ¿cómo podemos esperar descubrir cómo se procura y distribuye? Sin embargo, después de un siglo de cultivar esta ciencia, con profesores de Economía Política en cada centro docente, la pregunta, ¿qué es riqueza? no encuentra en ellos una contestación cierta; aun a preguntas como «la riqueza ¿es material o inmaterial? o ¿es algo externo al hombre o incluye al hombre y sus atributos?» no encontramos una respuesta indiscutida. No hay ni siquiera un consenso de opinión. Y en los últimos y más presuntuosos tratados académicos, el esfuerzo para lograrlo ha sido virtualmente, cuando no concretamente, abandonado, y el significado económico de riqueza reducido al de algo que tiene valor para la unidad social.
Claro está que la impotencia para definir la materia capital o término fundamental tiene que ser fatal para toda ciencia que se intente; porque acusa la carencia de lo que es primariamente esencial en una verdadera ciencia. Y la repulsa, aun por aquéllos que se consagran a su estudio y enseñanza, ha hecho ya que la enseñanza de la Economía Política se escape de las manos de las acreditadas instituciones de enseñanza.
Este hecho no será ostensible al lector, porque está oculto para él bajo un cambio en el significado de la palabra.
Desde que el término vino a nuestro lenguaje procedente del griego, la palabra propia para expresar la idea y relación con la Economía Política es económico político. Pero esto es un término demasiado largo y demasiado ajeno al genio sajón de nuestra lengua madre, para que se repita frecuentemente. Y así, la palabra económico ha venido a ser de uso corriente en Inglaterra para expresar esta idea. Tenemos razón, por consiguiente, para suponer, y de hecho generalmente lo suponemos, cuando por primera vez oímos hablar de ello, que las obras ahora escritas por los profesores de Economía Política en nuestras Universidades y escuelas tituladas Elementos de lo Económico, Principios de lo Económico, Manual de lo Económico, etc., son tratados de Economía Política. No obstante, su examen demuestra que, muchos de ellos al menos, no son en realidad tratados sobre la ciencia de la Economía Política, sino tratados a los cuales sus autores harían mejor llamándolos ciencia de los cambios o ciencia de las cantidades cambiables. Esto no es lo mismo que Economía Política, sino una cosa completamente distinta, una ciencia estrechamente aliada con las matemáticas10. En esto no hay necesidad de distinguir entre lo que es riqueza para la unidad, y lo que es riqueza para el conjunto, y las cuestiones morales que tienen que encontrarse en una verdadera Economía Política pueden ser fácilmente eludidas por aquéllos a quienes parezca embarazoso.
Un nombre adecuado para esta ciencia totalmente diferente, que los profesores de Economía Política de tantas universidades y centros docentes, de ambos lados del Atlántico han substituido ahora a la ciencia que oficialmente se supone que explican, sería el de Cataléctica como proponía el arzobispo Whately, o el de Plutología, propuesto por el profesor Hern, de Melbourne; pero no lo es ciertamente el de Económico, porque éste, por un largo uso, está identificado con el de Economía Política.
La razón del cambio de título de Economía Política por Económico y el significado de éste que se percibe en los escritos de los profesores de Economía Política recientes, es francamente expresado por Macleod (volumen I, capítulo VII, sección undécima, Ciencia de lo económico), así:
No proponemos ningún cambio en el nombre de la ciencia. Las frases Economía Política y Ciencia Económica o Económico, pertenecen todas al uso vulgar, y parece mejor prescindir del nombre que conduce a una mala interpretación y que parece relacionarse con lo político, y preferir otro que define más claramente su naturaleza y extensión, que ofrece más analogía con los nombres de otras ciencias. Prescindiremos, por consiguiente, de aquí en adelante, de usar el término Economía Política, y usaremos el de Económico. Económico, pues, es simplemente la ciencia de los cambios y del comercio en su más amplia extensión, y en todas sus formas y variedades; algunas veces es llamada la ciencia de la riqueza o teoría del valor. La definición de la ciencia que ofrecemos, es:
«Económico es la ciencia que trata de las leyes que rigen la relación de las cantidades cambiables».
Ahora bien, las leyes que gobiernan las relaciones de las cantidades cambiables son leyes como «2 + 2 = 4; 4 - 1 = 3; 2 x 4 = 8; 4 - 2 = 2»; y sus derivaciones.
El sitio adecuado para tales leyes, en una honrada clasificación de las ciencias, está en las leyes aritméticas o leyes matemáticas, no en las leyes económicas. Y el fin de los ocupantes de las Cátedras de Economía Política, al aprovecharse del uso vulgar que ha hecho lo económico abreviación de político económico para hacer pasar su Ciencia de lo económico como ciencia de la Economía Política, es esencialmente tan inmoral como el ardid del irlandés de la anécdota que procuraba engañar a sus copartícipes con la fórmula: «Dos de aquí para vosotros dos, y también dos de aquí para mí». A este punto ha llegado la Economía Política académica, menos de un siglo después de que Say felicitara a sus lectores por el establecimiento de la primera cátedra de Economía Política en la Universidad.
El profesor Perry, escribiendo hace treinta años, pensaba que emancipándose de la palabra riqueza como término técnico, la Economía Política daría un salto y sus movimientos se harían relativamente libres. En lo que sabemos de las cátedras de Economía Política en los centros docentes de ambos lados del Atlántico, el salto se ha dado de verdad, con el resultado que vigorosamente pinta el aumento de libertad de movimientos que provendría de cortarle la cola a la cometa de un muchacho. Sin el freno de un objetivo principal, la Economía Política se ha marchado del mundo, y la ciencia del valor que se enseña en su lugar no tiene contestación que dar a las cuestiones que el profesor Perry consideraba completamente resueltas en el tiempo en que escribía.
De la riqueza exponiendo la verdadera dificultad que rodea la definición económica de la riqueza
Efecto de la esclavitud sobre la definición de la riqueza.-Influencias análogas existentes ahora.-John Stuart Mill sobre los espejismos dominantes.-Génesis del absurdo proteccionista.-Poder de los intereses particulares para moldear la opinión pública.-De la injusticia y del absurdo, y del poder de los intereses particulares para extraviar la razón.-Un ejemplo de Mill acerca de cómo las opiniones aceptadas pueden cegar a los hombres.-Efecto de la aceptación de una incongruencia sobre un sistema filosófico.-Significado de una frase de Cristo.-Influencia de una clase beneficiada por el robo, manifestada en el desarrollo de la Economía Política. -El arzobispo Whately pone el carro delante de los caballos.-El poder de un gran interés pecuniario para influir en el pensamiento sólo puede terminar suprimiendo ese interés.-Demostración de esto en la esclavitud americana.
El desdén del mundo clásico por la Economía Política ha sido atribuido por los economistas modernos a que la esclavitud hacía que el trabajo fuese mirado como cosa degradante11.
Pero en esto un más poderoso y directo influjo de la esclavitud para impedir el cultivo de la Economía Política se ha desconocido.
Salvo acaso el crucificado fomentador de una rebelión servil, la única clase en que un filósofo del antiguo mundo hubiera podido dar un grito que trajera su nombre y sus enseñanzas hasta nosotros, era la clase rica, cuyas riquezas consistían principalmente en sus esclavos. Porque en cualquier período social en que el privilegio y la riqueza estén inicuamente distribuidos, lo que Jefferson dijo de Jesús12 tiene que ser verdad respecto de todas enseñanzas morales y económicas: «todos los instruídos de su país, atrincherados en su poder y riquezas, le fueron adversos, temerosos de que la obra de Aquél socavara sus privilegios».
La primera pregunta que una Economía Política sistemática tiene que contestar, es ¿qué es riqueza? Esta pregunta, en un estado social en que las clases directoras eran universalmente dueñas de esclavos, era demasiado delicada para que cualquier filósofo de prestigio la planteara francamente. Aun más astutos, entre aquéllos, no podían hacer más que decir, los con el gigante intelectual Aristóteles, que «riqueza es todo aquello que puede ser medido por dinero» o, con el jurisconsulto romano Ulpiano, que riqueza es «todo lo que puede ser comprado o vendido». Partiendo de esto-el mismo punto al que está llegando ahora nuestra Economía Política moderna otra vez en los corrientes tratados académicos,-aunque puede haber Economía de la Hacienda, Economía del Comercio y Economía de la Agricultura (había muchas economías como éstas entre los griegos y los romanos, y su economía agrícola hasta enseñaba cómo los esclavos debían ser vendidos en cuanto la edad o la enfermedad comienzan a disminuir el trabajo que se les puede arrancar), no hubo, no podía haber Economía Política.
Pero esta imposibilidad de distinguir entre lo que puede ser riqueza para el individuo y lo que es riqueza para la sociedad que ha impedido el desarrollo de una ciencia de la Economía Política donde, lo mismo en el antiguo que en el moderno mundo, la propiedad de los seres humanos ha sido elemento tan importante en la riqueza de las clases pudientes, no ha cesado enteramente de manifestarse con la abolición de la esclavitud corporal. Aun los hombres que han visto que había una conexión entre la incapacidad de los incansables y profundos pensadores del mundo clásico para desenvolver una Economía Política y su aceptación de la esclavitud, no se han dado cuenta de que en su propia exposición de la Economía Política estaban influidos inconscientemente por una influencia análoga retardataria y extraviadora. La esclavitud corporal es sólo uno de los medios por los cuales los individuos se hacen ricos, sin que haya aumento en la general riqueza y, a medida que en la civilización moderna ha perdido aquélla su influencia, la han reemplazado otros medios para conseguir el mismo fin. Pero donde quiera que la sociedad esté dividida entre muy ricos y muy pobres, por cualquier causa, la pregunta primaria de la Economía Política «¿qué es riqueza?» tiene que ser muy delicada para los hombres influidos sensible o insensiblemente por los sentimientos, u opiniones de las clases dominantes.
Porque en tales condiciones sociales, mucho de lo que comúnmente pasa por riqueza ha de ser realmente robo legalizado, y nada puede ser más ofensivo para aquéllos que disfrutan del robo, que llamarlos por su verdadero nombre.
Y en las notas preliminares a sus Principios de Economía Política John Stuart Mill dice:
«Ocurre, frecuentemente, que la universal creencia en una etapa del género humano -creencia de la cual nadie, sin un extraordinario esfuerzo de genio y de valor, puede en ese tiempo líbertarse- viene a ser para la edad siguiente de tan palpable absurdo, que la única dificultad consiste en imaginar cómo tal cosa puede haber parecido nunca creíble. Esto ha acontecido con la doctrina de que el dinero es sinónimo de riqueza. Esta idea parece demasiado absurda para ser juzgada opinión seria. Aparece como una de las más rudimentarias quimeras infantiles, inmediatamente corregidas por la palabra de una persona adulta. Pero nadie está seguro de que hubiera escapado al error si hubiera vivido en el tiempo en que prevalecía».
Nadie puede asegurarlo verdaderamente.
Sin embargo, es un error comparar el absurdo del sistema mercantil o proteccionista a las rudimentarias quimeras infantiles. Jamás ha sido éste su origen o su fuerza. En el menudo comercio de piedras y cajitas que se realiza entre los chicos de la escuela, ningún muchacho ha imaginado nunca que mientras más dé y menos reciba en tal cambio, será mejor para él. Ningún pueblo primitivo, en ninguna parte, ha sido tan estúpido que supusiera que podía aumentar su riqueza gravándose a sí propio. Cualquier muchacho que pudiera entender la proposición, vería que un dólar de oro no puede valer más que un dólar de cualquier otra cosa, tan fácilmente como vería que una libra de plomo no puede ser más pesada que una libra de pluma. Tales ideas no son quimeras de la infancia. Su nacimiento, su fuerza, su persistencia, como podemos ver claramente en los países nuevos de América y Australia, donde han aparecido y cobrado fuerza, después de Adam Smith, son debidas a la formación de particulares intereses en la restricción artificial del comercio como un medio de aumentar la riqueza individual a expensas de la riqueza general.
El poder de un interés especial, aunque adverso al interés general, para influir sobre el pensamiento común hasta hacer que las mentiras pasen por verdades, es un gran hecho, sin el que ni la historia política de nuestro tiempo y pueblo, ni la de otros tiempos y pueblos, puede entenderse. Un número de individuos, relativamente pequeño, unidos en una virtual, no necesariamente formal, solidaridad de pensamiento y acción por algo que los haga individualmente ricos sin aumentar la riqueza general, puede ejercer una influencia enteramente desproporcionada con su número. Un interés particular de esta clase es al interés general de la sociedad, como un ejército disciplinado a una masa desordenada. Gana en intensidad y energía por su especialización y en la riqueza que toma del haber general encuentra poder para forjar la opinión. El vagar y la cultura, y las circunstancias y condiciones que hacen respetables acompañan a la riqueza, y la aptitud intelectual es atraída por ella. Por otra parte, aquéllos que padecen la injusticia que toma de los muchos para enriquecer a los pocos, se hallan por esto mismo privados de tiempo para pensar y de la oportunidad la educación y la gracia necesarias, para dar a su pensamiento expresión aceptable. Son necesariamente los iletrados, los ignorantes y los vulgares, inclinados por la misma conciencia de su debilidad, a buscar para que los dirijan y guíen a aquéllos que tienen la superioridad que la posesión de la riqueza puede dar.
Ahora bien, si lo examinamos, la injusticia y el absurdo son simplemente distintos aspectos de la falta de lógica. Aquello que ante la recta razón es injusto, tiene que ser absurdo ante la recta razón. Pero una injusticia que empobrece a los más para enriquecer a los menos, cambia el centro del poder social y domina así los órganos sociales y los instrumentos de opinión y de educación. Creciendo en fuerzas y aceptada por aquéllos sobre quienes actúa, sólo necesita continuar existiendo para llegar a ser al fin tan sólida y arraigada, no en la mente humana, sino en las opiniones, creencias y hábitos espirituales que tomamos, como tomamos nuestra lengua materna, del ambiente social que nos rodea, que no se perciba su injusticia y absurdo, sino que parezca aún a los filósofos, parte obligada del orden natural, contra lo cual es tan inútil si no tan impío luchar como contra la constitución de los elementos. Aun el más alto don, el don de la razón está en sus beneficios al hombre sujeto a su uso y las mismas cualidades mentales que nos permiten descubrir la verdad, pueden ser extraviadas para fortificar el error, y lo son siempre cuando un interés particular antisocial adquiere el dominio de las funciones sociales relativas al pensamiento y a enseñanza.
En esto se halla la explicación del hecho de que, volviendo la vista a lo que conocemos de la historia humana, en todas partes encontraremos lo que para nosotros son los más palpables absurdos, incrustándose en la mente humana, como indiscutibles verdades: naciones enteras, adscriptas a las más absurdas supersticiones, humillándose ante semejantes, frecuentemente ante idiotas o viciosos, a quienes la imaginación ha convertido en representantes de la deidad; grandes masas, fatigándose, padeciendo, extenuándose para que aquéllos cuyos zapatos besan puedan vivir ociosa y fastuosamente. Sea dónde y cuándo fuere que haya pasado por verdad lo que vemos hoy que es un palpable absurdo, podemos ver, si lo examinamos bien, que ha sido siempre porque tras ello «se ha ocultado algún interés particular poderoso, y porque el hombre ha esquivado la pregunta de los niños.
Esta es la naturaleza humana. El mundo es tan nuevo para nosotros cuando llegamos a él; nos vemos tan impelidos en toda circunstancia a confiar en lo que nos dicen, más que en lo que nosotros mismos podamos descubrir; lo que vemos que es la opinión común y respetada de otros, tiene para nosotros tal peso, casi irresistible, que resulta posible a un interés particular usurpando el dominio de la enseñanza, hacer que lo negro nos parezca blanco y lo injusto, justo.
Nadie, verdaderamente, puede asegurar que él hubiera escapado al error, por absurdo que sea, que alguna vez ha prevalecido entre los hombres, si hubiera vivido cuándo y dónde era aceptado. Por muy atrás que miremos, la naturaleza humana no ha cambiado y no tenemos sino que mirar en torno para ver cómo hoy mismo opera el gran agente que da a la mentira apariencias de verdad.
Del hecho de que habla John Stuart Mill, en lo citado relativo a la doctrina de que el dinero es sinónimo de riqueza- el hecho de que una opinión aceptada pueda cegar aún a hombres capaces y valerosos,- él mismo, en el mismo libro y casi en el mismo párrafo, da inconscientemente un ejemplo, por la timidez con que trata la cuestión de la naturaleza de la riqueza, cuando va más allá de lo que Adam Smith había ya demostrado, a saber: que no es sinónima de dinero. Reconoce, en efecto, que lo que es riqueza para un individuo, no lo es forzosamente para la sociedad o nación y, definitivamente, establece, o mejor concede, que las deudas, aun las deudas públicas, no son parte de la riqueza social. Pero la manera de hacerlo, es significativa; dice:
«La cancelación de la Deuda no sería destrucción de riqueza, sino transferencia de ella; una injusta sustracción de riqueza a ciertos miembros de la sociedad en provecho del Gobierno o de los contribuyentes».
La superflua palabra injusto muestra la tendencia. Y aun este reconocimiento de que la Deuda no puede ser riqueza, en el sentido económico, es olvidada en la posterior definición de riqueza. Tan verdaderamente fuerte era John Stuart Mill, quien me parece a mí un modelo de honradez intelectual bajo la influencia de las ideas habituales en su tiempo y clase, que aun cuando ve con perfecta claridad que la riqueza que viene a los individuos por razón de su monopolio de la tierra, llega a ellos realmente a través de la fuerza y del fraude, sin embargo, al parecer, jamás ha sospechado que la tierra no fuese parte de la riqueza nacional. Ni tampoco parece haber sospechado siquiera que los habitantes de un país, puesto que han sido privados de ella por la fuerza, puedan recobrar lo que él dice que es su derecho natural. En toda la historia de los absurdos muertos, no hay cláusula más vigorosamente atestiguadora del poder de la opinión aceptada para ocultar el absurdo, que esta suya:
«La tierra de Irlanda, la tierra de cada país, pertenece a los habitantes de ese país. Los individuos llamados propietarios, no tienen derecho, ante la moral y ante la justicia, más que a la renta o compensación por su valor en venta».
Esto es, sencillamente, decir que la propiedad de la tierra de Irlanda da al pueblo, que es su propietario ante la ley moral, el derecho de comprarla a aquéllos que no son moralmente los propietarios.
¿Qué es lo que oculta a este sagaz lógico y radical pensador el patente absurdo de decir que los individuos llamados propietarios no tienen derecho a la tierra, sino aquello que es suma y expresión de todos los derechos comerciables a la tierra: la renta?
Cualquiera que examine sus escritos, verá que es su previa aceptación de ciertas doctrinas, doctrinas con las cuales, una sucesión de individuos ingeniosos han tratado de dar apariencias de armazón lógico a una Economía Política substancialmente defectuosa, y que se parece al artificioso sistema de ciclos y epiciclos con que la ingenuidad de los astrónomos anteriores a Copérnico trataba de demostrar el movimiento de los cuerpos celestes.
Cuando una substancia extraña, por ejemplo, una bala, se introduce en el cuerpo humano, el sistema físico, tan pronto como desespera de expulsarla, dirige sus esfuerzos a concertarse con esa materia extraña, frecuentemente con tales resultados, que al final, la incomodidad no es advertida. El robusto, el vigoroso hombre con quien acabo de hablar y al que compararía a un toro si no fuera por la inteligencia de su rostro, ha llevado durante mucho tiempo una bala bajo su piel; y hemos visto muchos hombres vivir durante años con balas en el cerebro.
Lo mismo ocurre con los sistemas filosóficos. Cuando en un sistema filosófico es aceptada una incongruencia, las facultades de sus profesores trabajan por adaptar las otras partes del sistema a esta incongruencia, frecuentemente con tales resultados, que hemos visto sistemas filosóficos conteniendo incongruencias fatales, alcanzar aceptación durante muchas generaciones. Porque la mente del hombre es aun más plástica que el cuerpo humano y, la imaginación humana, que es el principal elemento de elaboración de un sistema filosófico, suministra una linfa más sutil que la ofrecida por la sangre al organismo corpóreo.
Verdaderamente el artificio y confusión por los cuales se hace tolerable a un sistema filosófico una incongruencia, por la razón misma de que aquéllos no pueden ser entendidos sino por quienes han sometido sus mentes a una especial carrera de obstáculos, se convierte a sus ojos en una prueba de superioridad, satisfaciendo una vanidad semejante a la del contorsionista que ha aprendido penosamente a caminar un pequeño trecho sobre sus manos en vez de hacerlo sobre sus pies y a retorcer su cuerpo en antinaturales e innecesarias posiciones o a la del procurador o abogado, que han aprendido también penosamente análogas trampas del lenguaje.
Y así como tolerar el organismo físico mucho tiempo un cuerpo extraño como una bala, un tumor o una dislocación, hace por razón de los esfuerzos que el sistema ha realizado para reconciliarlo con las demás partes y funciones, más difícil removerlo o remediarlo, así el tolerar en un sistema filosófico una incongruencia, hace su eliminación o remedio mucho más difícil para aquéllos que tienen inclinada su mente hacia el sistema, al cual, hombres ingeniosos han adaptado la incongruencia que para aquéllos que abordan la materia desde sus primeros principios, y que si tienen más que aprender, tienen menos que olvidar. Porque es verdad, como Bacon dijo: «Un baldado en el camino recto puede vencer a un corredor en el torcido. No sólo eso; cuanto más veloz sea el corredor que ha torcido su camino, más atrás le dejará el otro».
Esto, a mi juicio, es lo que se significa en la concisa, pero profunda filosofía de Cristo, por frases como la de que el reino del Cielo o el reino de la justicia, aunque revelado hasta a los niños es ignorado por los que se creen sabios y prudentes, y, que lo que la gente vulgar oía gustosamente era locura para escribas y fariseos. La historia de las opiniones aceptadas en cada tiempo y lugar abunda en ejemplos de este principio.
No es a las quimeras de la infancia donde tenemos que acudir para explicar la fuerza de los absurdos largo tiempo dominantes. Michelet (El Pueblo), dice con verdad: «Ningún absurdo consagrado hubiera arraigado en el mundo si el hombre no hubiese callado ante las objeciones de los niños».
Pero no nos apartemos del asunto. Es evidente que la existencia de una clase poderosa cuyas rentas no dejarían de ser perjudicadas por el reconocimiento del hecho de que aquello que los hace individualmente ricos, no es una parte de la riqueza de la sociedad, sino solamente robo, tiene que haber atajado el primer paso desde el comienzo del cultivo de la Economía Política en los tiempos modernos, o sea la de terminación de en qué consiste la riqueza de la sociedad con algo análogo a las dificultades que impidieron su desarrollo en los tiempos clásicos. Y al desarrollarla, especialmente después de haberse encargado de esa tarea las escuelas y universidades, que, constituidas como lo están, son singularmente accesibles a la influencia de las clases ricas, es evidente que los esfuerzos de los hombres instruidos para dar apariencias de lógica a un sistema de Economía Política desprovisto de una clara y precisa definición de la riqueza, tuvieron que envolver el asunto en grandes perplejidades y ayudar poderosamente a impedir que apareciese la necesidad de una definición de la riqueza.
Esto es, precisamente, lo que hemos visto al examinar los diferentes conatos de definición de la riqueza en sentido económico, y consignar las crecientes confusiones a que ha aportado, culminando en la aceptación de un significado común de la palabra riqueza, algo que tiene valor en cambio, como la única acepción que puede darse del vocablo científico, y el consiguiente abandono de la posibilidad de una ciencia de la Economía Política.
El arzobispo Whately, en el capítulo sobre los términos ambiguos, adicionado a sus Elementos de Lógica, dice hablando de una de las ambigüedades de la palabra riqueza, la que conduce al uso de riqueza como sinónimo de dinero:
«Los resultados han sido el fraude, el dolor y la miseria dentro; la discordia y la guerra, fuera. Ha hecho a las naciones considerar la riqueza de sus clientes como manantiales de pérdidas, no de provecho, y un mercado ventajoso, una maldición en vez de una bendición. Induciéndolos a rehusar aprovecharse de las peculiares ventajas del clima, suelo o industria, poseídas por sus vecinos, ha forzado a éstos, en gran medida, a desarrollar las propias; ha contribuido durante siglos, y acaso durante siglos seguirá contribuyendo, a retardar el adelanto de Europa, más que todas las demás causas juntas».
En esto, el arzobispo, aunque famoso como lógico, «pone el carro delante de los caballos».
Éstos no son los efectos de la confusión de un vocablo. La confusión del vocablo es uno de los efectos de la influencia que ejercen sobre el pensamiento los intereses particulares, que, en sus esfuerzos para dar riqueza al individuo a expensas de la riqueza general, han hecho esto y lo siguen haciendo.
Ni puede este poder de un gran interés pecuniario para influir en el pensamiento, y especialmente en el de aquellos círculos sociales cuyas opiniones son más respetadas, ser suprimido, sino aboliendo su causa: la disposición social e instituciones que dan poder para obtener riqueza sin ganarla. El interés pecuniario, en la propiedad de esclavos, nunca fue muy grande, en los Estados Unidos. Pero dominó de tal manera el pensamiento del conjunto del país, que en los principios de la guerra civil, la palabra abolicionista era hasta para el bueno, bondadoso e inteligente pueblo del Norte, una expresión que significaba algo vil y despreciable. Y cualquiera otro que hubiera podido ser el resultado de la guerra, si el interés pecuniario hubiese continuado adscripto al mantenimiento de la esclavitud, hubiera seguido influyendo en la opinión. Pero tan pronto como el influjo del interés esclavista desapareció por la emancipación de los esclavos, este poder sobre la opinión se desvaneció. Ahora ningún predicador, profesor o político, ni siquiera en el Sur, pensaría reclamar o defender la esclavitud, y en Boston, donde difícilmente escapó al motín, se alza la estatua de William Lloyd Garrison.
Exponiendo cuán esencialmente difiere la concepción primaria de la riqueza, de Adam Smith, de lo que ahora sostienen sus sucesores
Significación del título Riqueza de las Naciones.-Su origen manifestado en la referencia de Smith a los fisiócratas.-Su concepción de la riqueza en su introducción.- Objeción de Malthus y de Macleod.-La primitiva concepción de Smith es la dada en Progreso y miseria.-Sus confusiones subsecuentes.
Si considerando las crecientes vaguedades de los economistas profesionales en cuanto a la naturaleza de la riqueza, comparamos el gran libro de Adam Smith con los tratados posteriores, podremos observar, en su mismo rótulo, algo habitualmente inadvertido, pero realmente muy significativo. Adam Smith no propone una indagación acerca de la naturaleza y causas de la riqueza, sino «una indagación acerca de la naturaleza y causas de la Riqueza de las Naciones».
Las palabras que he subrayado aquí son el título descriptivo del libro. Éste es conocido, no como Indagación de Adam Smith o Riqueza, de Adam Smith, sino como Riqueza de las Naciones, de Adam Smith. Sin embargo, estas palabras limitativas de las Naciones parecen haber sido poco advertidas y menos entendidas por los escritores que, en creciente número, y casi durante un siglo, han tomado este gran libro como base para sus disquisiciones y supuestos progresos. Sus afirmaciones parecen ser que es la riqueza en general, o la riqueza sin limitación, la que Adam Smith trata y la que constituye el asunto propio de la Economía Política y que si aquél quiere significar algo con sus palabras determinantes de las Naciones, se refiere a divisiones políticas tales como Inglaterra, Francia, Holanda, etc.
Alguna justificación superficial proporciona acaso a esta opinión el hecho de que una de las partes de la Riqueza de las Naciones, libro III, se titula De los diferentes progresos de la opulencia en diferentes Naciones y que en ella se hace referencia, por vía de ilustración, a varios Estados antiguos y modernos. Pero que en su elección de las palabras limitativas de las Naciones como indicadoras de la clase de riqueza cuya naturaleza y causas se propuso indagar, Adam Smith se refiere a otra cosa que a las divisiones políticas del género humano llamados Estados o Naciones, está suficientemente claro.
Aunque, como he dicho, no es muy concreto ni enteramente consecuente en su uso del término riqueza, es cierto, sin embargo, que, lo que significaba por la riqueza de las naciones, cuya naturaleza y causas se proponía indagar, era algo esencialmente distinto de lo que se significa por riqueza en el uso ordinario de la palabra, la cual incluye como riqueza todas las cosas que pueden hacer rico al individuo considerado aparte de los demás individuos. Aquella clase de riqueza, cuya producción aumenta y cuya destrucción disminuye la riqueza de la sociedad como un conjunto, o del género humano colectivamente, es lo que él quiso distinguir de la palabra Riqueza en su sentido común e individual por las palabras limitativas de las Naciones, en el significado no de las mayores divisiones políticas del género humano, sino de las sociedades u organismos sociales.
En el cuerpo de Riqueza de las Naciones, aparece otra vez la frase que proporcionó a Adam Smith el título para su labor de diez años. En el libro IV, hablando de aquellos miembros de la república de las letras francesas, que en su tiempo se llamaron y fueron llamados economistas, pero que desde entonces han sido distinguidos de otros economistas reales o supuestos con el nombre de fisiócratas13, escuela que puede distinguirse mejor como de los single-taxers del siglo XVIII, dice (las cursivas son mías):
«Esta secta, en sus obras, que son muy numerosas y que tratan, no sólo de lo que es propiamente llamado Economía Política o de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, sino de todas las ramas del sistema social, sigue completa, implícitamente y sin ninguna variación sensible, las, doctrinas de Mr. Quesnay».
Este reconocimiento del hecho de que, no la riqueza en el vago y común sentido de la palabra, sino lo que es riqueza para las sociedades consideradas como conjuntos o como él lo llama, La riqueza de las Naciones, es la materia capital de lo que se llama propiamente Economía Política, manifiesta el origen del título que Adam Smith escogió para su libro. Pensó indudablemente, llamarla Economía Política, pero sea por la conciencia de que su obra era incompleta, o por la modestia de su real grandeza, prefirió finalmente el título menos presuntuoso, que expresaba, a su juicio, la misma idea Indagación acerca de la naturaleza y causas de la riqueza de las Naciones.
Se ha reprochado mucho a Adam Smith que no define lo que entendía por riqueza. Pero esto ha sido exagerado. En el propio párrafo primero de la introducción a su obra, explica así lo que entendía por riqueza de las naciones, el único sentido de la palabra riqueza que «lo que propiamente se llama Economía Política», tiene que considerar:
«El trabajo anual de cada nación es el caudal que originalmente le proporciona todas las cosas necesarias y convenientes para la vida que aquélla consume anualmente, y que consiste siempre, o en el inmediato producto de ese trabajo, o en lo que se compra con ese producto a otras naciones».
Otra vez, en la última cláusula de esa introducción, habla de «la riqueza efectiva, el anual producto de la tierra y el trabajo de la sociedad». Y en otras diversas partes del libro habla también de esta riqueza de la sociedad, o riqueza de las naciones o riqueza efectiva, como el producto de la tierra y el trabajo.
Lo que entendía por producto de la tierra y del trabajo no era, naturalmente, el producto de la tierra más el producto del trabajo, sino el producto resultante de ambos; esto es, el resultado del trabajo, factor activo de toda producción, ejercido sobre la tierra, factor pasivo de toda producción, de tal manera que la adapte (tierra o materiales) a la satisfacción de los deseos humanos. Malthus, secundado por McCulloch y una larga serie de comentaristas de Adam Smith, objetan a su definición que «comprende todos los productos inútiles de la tierra lo mismo que los apropiados y disfrutados por el hombre». Y de igual modo Macleod, un escritor reciente, cuya habilidad para decir con claridad lo que necesita decir hace de sus Elementos de lo Económico, a pesar de sus defectos esenciales, un libro saliente entre los escritos económicos, arguye que si «el producto anual de la tierra y el trabajo, separadamente o asociados, es riqueza, serán, pues, los productos inútiles de la tierra tan riqueza como los más útiles, la zizaña como el trigo. Si un buzo extrae una perla del fondo del mar, la concha de la ostra es tan 'producto de la tierra y el trabajo', como la perla misma. De igual modo, si se saca de una mina una pepita de oro o un diamante, la ganga en que está envuelto y que se extrae con ellos, es tan 'producto de la tierra y el trabajo' como el oro o el diamante; e innumerables ejemplos de esta clase pueden ser citados».
La comunicación del pensamiento por el lenguaje sería completa, si se pudiera pedir a Adam Smith que explicara que el producto del trabajo significa aquello para cuya obtención es ejercitado el trabajo, no lo que incidentalmente está obligado a remover en el proceso necesario para obtenerlo. Sin embargo, los más de los reproches por su fracaso en decir lo que entiende por riqueza, no tienen mejor base que estas objeciones.
En verdad, cualquiera que busque el significado evidente de la palabra que aquél usa, verá que lo que Adam Smith entendía por Riqueza de las Naciones, o riqueza, en la acepción en que la estudia, «lo que se llama propiamente Economía Política», es en realidad lo que, en el capítulo de Progreso y miseria, titulado El significado de los vocablos (libro I, capítulo II), se da como significado propio del término económico, o sea, «los productos naturales que han sido obtenidos, trasladados, combinados, separados o de cualquier otro modo modificados por el esfuerzo humano para adaptarlos a la satisfacción de los humanos deseos».
A través de la primera y más importante parte de su obra, ésta es la idea que Smith tiene constantemente en el pensamiento y a la que constantemente se refiere, al atribuir toda producción de riqueza al trabajo. Pero habiendo alcanzado esta idea de la naturaleza de la riqueza sin haber definido claramente sus relaciones con otras ideas, que aún yacían en su espíritu, cayó en la confusión subsiguiente de clasificar también como riqueza las cualidades personales y las deudas.
Exponiendo quiénes fueron los primeros expositores de una verdadera ciencia de la Economía Política y lo que sostenían
Quesnay y sus discípulos.-Las grandes verdades que vislumbraron y la causa de la confusión en que cayeron.-Esto sirvió para desacreditar el conjunto de su sistema, pero no realmente lo esencial.-Fueron, verdaderamente, librecambistas.-La escasa justicia que todavía se les hace.-Referencia a ellos en Progreso y miseria.-Afirmación de Macleod acerca de la doctrina de aquéllos sobre el orden natural.-Su concepción de la riqueza.-Su día de esperanza y su caída.
Quienes primero expusieron en los tiempos modernos algo parecido a una verdadera ciencia de Economía política, o mejor dicho (puesto que las verdades sociales, aunque pueden ser obscurecidas o ignoradas durante algún tiempo, han tenido que ser vistas siempre desde el origen de la sociedad humana), los hombres que prorrumpieron en un clamor bastante vigoroso y bastante amplio para que llegaran sus nombres y sus escritos hasta nuestros tiempos, fueron los filósofos franceses de quienes Adam Smith habla en el párrafo antes citado como la secta en que «todos siguieron implícitamente y sin ninguna variación sensible» las doctrinas de M. Quesnay.
Francisco Quesnai o Quesnay, según usualmente se escribe su nombre, filósofo francés que, como McCulloch dice: «se distinguía tanto por la sutileza y originalidad de su entendimiento, como por la integridad y sencillez de su carácter», nació el 4 de Junio de 1694, veintiocho años antes que Adam Smith, en Merey, a unas diez leguas de París. Habiendo comenzado su vida dedicándose a las labores manuales de una granja, careció de las ventajas, o como frecuentemente resulta en parte para los hombres, de las desventajas de una educación académica. Con mucho trabajo aprendió por sí mismo a leer, fue aprendiz de un cirujano y al final comenzó a practicar por sí mismo, en Mantes, donde adquirió algunos recursos y se puso en relación con Marshal de Noailles, quien habló de él a la reina, la cual, a su vez, lo recomendó al rey. Finalmente, se estableció en París, compró la plaza de médico del rey, y el monarca lo nombró su primer médico. Absteniéndose de las intrigas de la corte, profesó sincero respeto a Luis XV, con quien, como su médico primero, se hallaba en estrecho contacto personal. El rey le hizo noble, le dio un blasón y le asignó habitación en Palacio llamándole cariñosamente su pensador e hizo que sus libros fueran impresos en la imprenta real. Y en torno de él, en sus habitaciones del palacio de Versalles, este pensador del rey acostumbró a reunir un grupo de hombres eminentes, quienes se unieron a él con el propósito más grande que la mente humana puede concebir: nada menos que establecer la libertad y suprimir la miseria entre los hombres, por la conformidad de las leyes humanas con el orden natural establecido por el Creador.
Estos hombres vieron lo que frecuentemente se ha olvidado en las complejidades de una alta civilización y que, sin embargo, es tan claro como la luz meridiana para quien considere los primeros principios. Vieron que no hay sino un manantial de donde todos los hombres puedan sacar lo que sea menester para satisfacer sus necesidades materiales, la tierra, y que no hay sino un medio por el cual la tierra pueda proveer a sus deseos: el trabajo. Vieron, por consiguiente, que toda riqueza efectiva, todo lo que constituye o puede constituir parte de la riqueza de la sociedad, en conjunto, o de la riqueza de las naciones, es el resultado o producto de la aplicación del trabajo a la tierra.
No sólo alcanzaron este primer principio, en el cual ha de fundarse toda verdadera economía, aun la de una tribu salvaje, o un individuo aislado, sino que alcanzaron el principio central de una verdadera Economía Política. Es éste el principio de que el natural desenvolvimiento del organismo social, por el que los hombres se integran en la sociedad, crea un fondo que es la natural provisión para las necesidades naturales de aquel organismo, un fondo que no sólo es suficiente para todas las necesidades materiales de la sociedad, y puede ser tomado con tal fin, verdadero destino suyo, sin privar al individuo de lo que, justamente le pertenece; sino que ha de ser tomado so pena de los más graves daños a los individuos y los más funestos desastres para el Estado.
Y este fondo, Quesnay y sus discípulos, lo denominaron el produit net, el producto neto, o excedente, o remanente. Lo llamaron así, evidentemente, porque lo vieron sólo como algo que permanecía adscripto, por así decirlo, al dominio de la tierra, después de que todos los gastos de producción que se resuelven en compensaciones por el ejercicio del trabajo individual son pagados. Lo que ellos verdaderamente significaban por el producto neto, es precisamente lo que propiamente se designa en Inglaterra por la palabra renta, cuando la usamos en el especial sentido o significado técnico que ha adquirido desde los tiempos de Ricardo, como vocablo de Economía Política. Producto neto es realmente un término mejor que renta, en cuanto no es susceptible de confusión con una palabra que constantemente se usa en otro sentido; Y John Stuart Mill, probablemente sin pensar en los fisiócratas, se aproxima mucho a la idea que los guió al elegir el vocablo, cuando habla de renta económica como de «el incremento no ganado del valor de la tierra».
Que Quesnay y sus asociados vieron la enorme importancia de este producto neto o «incremento no ganado», para el cual nuestro término económico es renta, lo demuestra su proposición práctica, el impôt unique o impuesto único. Por éste significaban ellos exactamente lo que sus modernos defensores entienden ahora: la abolición de todos los impuestos sobre la producción, el cambio o la posesión de la riqueza en cualquier forma y el acudir para los ingresos públicos a la renta económica; el producto neto o sobrante; el (para el individuo) incremento no ganado, adscrito a la tierra, dondequiera el progreso social atribuye a una particular parcela ventajas para su usuario, con respecto a las que puedan obtenerse sobre la tierra que cualquiera puede utilizar libremente.
Vislumbrando el verdadero significado y destino del producto neto, o renta económica, se desplegó ante los fisiócratas un verdadero sistema de Economía Política, un sistema de orden armonioso y de resultados bienhechores. Encontraron la clave sin la cual no es posible ninguna verdadera ciencia de la Economía Política; por haber rehusado aceptarla la Economía académica que ha sucedido a Adam Smith, es por lo que, después de casi una centuria de cultivo, durante la cual ha permanecido en la triste situación de ciencia siniestra, yace ahora en declarada incapacidad y abandono.
Pero extraviados por una defectuosa observación y por prejuicios que han prevalecido largo tiempo después de ellos y que en gran parte aún prevalecen (asunto al cual después me referiré más ampliamente), los fisiócratas dejaron de observar que lo que ellos llamaban el producto neto o sobrante, y lo que nosotros llamamos ahora renta económica o incremento no ganado, se adhiere a la tierra cualquiera que sea su uso. Buscando en la ley natural alguna explicación de lo que indudablemente suponían todos ser el hecho, y del cual no conozco ninguna contradicción franca hasta que se escribió Progreso y miseria, a saber: que la Agricultura es la única ocupación que da al propietario un producto neto, o sobrante, o incremento no ganado (renta) además de los gastos de producción, aquéllos, no sin lógica, dadas las circunstancias, establecieron una marcada diferencia entre la Agricultura que hace surgir cosas, y las ocupaciones mecánicas o mercantiles que se limitan a cambiar las cosas de forma, lugar o dueño, como la explicación que ellos buscaban. Esta diferencia consiste en el uso que la Agricultura hace del principio generador o reproductivo de la Naturaleza.
Este supuesto hecho, y lo que les parecía su racional explicación, o sea el peculiar uso hecho por la Agricultura del principio de crecimiento y reproducción que caracteriza todas las formas de la vida vegetal y animal, los fisiócratas lo expresaron en su terminología, denominando a la Agricultura la única ocupación productiva. Consideraron las demás ocupaciones, aunque útiles, como estériles o infecundas, tanto más cuanto que, bajo el hecho supuesto, tales ocupaciones no dan nacimiento a un producto neto o incremento no ganado, sino que meramente devuelven al general fondo de riqueza o producto bruto, el equivalente de lo que han tomado de ella, cambiando la forma, lugar o propietario de las cosas materiales ya existentes.
Ésta fue su grande y fatal equivocación que ha sido utilizada eficazmente para desacreditar el conjunto de su sistema. Sin embargo, no era realmente una equivocación vital. Es decir, no alteraba sus proposiciones prácticas. Los discípulos de Quesnay insistían en que la Agricultura, en la cual incluían los pesquerías y minas, es la única ocupación productiva, o, en otras palabras, la sola aplicación del trabajo que aumenta la suma de riqueza, mientras que las manufacturas y el comercio, aunque útiles, son estériles, porque se limitan a cambiar la forma y lugar de la riqueza sin acrecentar su suma. Sin embargo, no proponían restricciones o dificultades ningunas para las ocupaciones así estigmatizadas. Por el contrario, eran lo que los llamados librecambistas ingleses que han seguido a Adam Smith, jamás han sido: librecambistas en el pleno sentido del vocablo. En su proposición práctica, el impuesto único, propusieron el único medio por el cual el principio del librecambio puede ser llevado hasta su conclusión lógica: la libertad, no solamente del comercio, sino de todas las demás formas y modos de producción, dándole plena libertad de acceso al elemento natural, que es esencial para toda producción. Fueron los autores del lema que en el uso inglés de la frase laissez faire, «dejad solas las cosas», ha sido tan recortada y falseada; pero que en sus labios era laissez faire, laissez aller «franquear los caminos y dejad las cosas solas». Dícese que esto proviene del grito que en los torneos medioevales servía de señal para el combate. El lema inglés, que yo considero más cercano al espíritu de la frase francesa, es un campo igual y ningún favor.
Porque entre todos los modernos filósofos fueron, no sólo los primeros, sino los únicos verdaderos librecambistas, he dedicado a la memoria de Quesnay y a sus discípulos mi ¿Protección o Librecambio? (1895), diciendo:
«Llevando así la indagación más allá del punto donde Adam Smith y los escritores que le siguieron se han detenido, creo que he despojado a la espinosa cuestión arancelaria de sus mayores dificultades, y que he esclarecido el camino para decidir una polémica que, de otra suerte, sería interminable. Las conclusiones así alcanzadas llevan la doctrina del librecambio desde la menguada forma en que ha sido enseñada por los economistas ingleses, a la plenitud con que fue sostenida por los predecesores de Adam Smith, aquellos ilustres franceses de donde proviene el lema laissez faire, y que, cualesquiera que hayan sido las confusiones de su terminología y los defectos de sus procedimientos, alcanzaron una verdad central que los librecambistas posteriores han ignorado».
Estos economistas franceses, ahora más concretamente conocidos como fisiócratas o single taxers, sostuvieron lo que es probablemente la mayor de las verdades entre todas sus opiniones sobre filosofía y política; pero la sostuvieron a través de percepciones curiosamente extraviadas. Fue para ellos, sin embargo, como un arco iris, visto a través de nubes. No vieron el pleno trazo de la majestuosa curva y trataron de compensar su falta de visión con una confusa y confundidora terminología. Pero lo que ellos vieron les sirvió de orientación y percibieron que se puede confiar en las leyes naturales allí donde los intentos de ordenar el mundo por medio de leyes humanas fracasarían seguramente. Sin embargo, nada muestra mejor la importancia de una teoría correcta para el progreso de la verdad contra la resistencia de poderosos intereses especiales, que la completa derrota de los fisiócratas. Su error teórico ha bastado para impedir o, mejor dicho, para proporcionar un pretexto suficiente para impedir que fueran estudiadas la justicia y facilidad de su propuesta práctica.
No conozco ningún escritor inglés acerca de los fisiócratas o de sus doctrinas, que parezca haberlos entendido o tener siquiera un vislumbre de que la verdad que yace bajo su teoría de que la Agricultura es la única ocupación productiva, es una percepción de lo que después ha sido conocido como teoría ricardiana de la renta, llevada más lejos de lo que lo hizo Ricardo, hasta sus lógicos resulta dos; pero percibida como Ricardo mismo parece haberla percibido, sólo en sus relaciones con la Agricultura.
En Progreso y miseria, después de haber puntualizado lo que yo creo que es el sencillo, y, sin embargo, soberano remedio contra la continuación de la universal miseria en medio del progreso material, en el capítulo titulado Referencias y objeciones (libro VIII, capítulo IV), digo de los fisiócratas:
«De hecho, que la renta debe ser, a la vez, en el terreno de la conveniencia y de la justicia, el peculiar objeto del impuesto, está contenido en la aceptada doctrina de la renta, y puede encontrarse en embrión en las obras de todos los economistas que han aceptado la ley de Ricardo. Que esos principios no hayan sido llevados hasta sus necesarias conclusiones, como lo he hecho yo, proviene evidentemente de la resistencia a perjudicar o agraviar los enormes intereses adscriptos a la propiedad privada de la tierra y de las falsas teorías con respecto a los salarios y a las causas de la miseria que han dominado el pensamiento económico.
Pero ha habido una escuela de economistas que percibieron plenamente lo que es claro a la natural percepción do los hombres, cuando no están influidos por la costumbre; que la renta de la Propiedad común, la tierra, debe ser apropiada para el servicio común. Los economistas franceses de la última centuria, acaudillados por Quesnay y Turgot, propusieron exactamente lo que yo he propuesto: que sean abolidos todos los tributos, excepto uno, sobre el valor de la tierra. Como yo conozco la doctrina de Quesnay y sus discípulos sólo de segunda mano, al través de los escritores ingleses, no puedo ver hasta qué punto sus ideas peculiares acerca de que la Agricultura sea la única aplicación productiva, etc., son percepciones erróneas o simples peculiaridades de terminología. Pero acerca de la proposición en que su teoría culmina, estoy cierto de esto: que vieron la fundamental relación entre la tierra y el trabajo que después se ha obscurecido y que llegaron a la verdad práctica, aunque acaso al través de una serie de razonamientos defectuosamente expresados. Las causas que ponen en manos del propietario un «producto neto», no son explicadas por los fisiócratas mejor que se explica la succión de la bomba, por la hipótesis de que la Naturaleza aborrece el vacío; pero el hecho en sus relaciones prácticas con la Economía social fue reconocido, y el beneficio que resultaría de la libertad perfecta dada a la industria y al comercio por la sustitución de todos los impuestos que gravan y desvían la aplicación del trabajo por un tributo sobre la renta, fueron vistos, indudablemente, tan claramente por ellos, como por mí. Una de las cosas que más deben lamentarse en la Revolución Francesa, es que soterró las ideas de los economistas, precisamente cuando iban ganando fuerza entre las clases pensadoras, y al parecer comenzaban a influir en la legislación fiscal.
Sin conocer nada de Quesnay, ni de sus doctrinas, he alcanzado yo la misma conclusión práctica por un camino que no puede discutirse, y la he basado en cimientos que no pueden ser impugnados por la Economía Política aceptada».
La mejor referencia inglesa de las doctrinas fisiocráticas que yo conozco ahora, es la dada por Henry Dunning Macleod, en sus Elementos de lo Económico (1881). Éste parece no tener noción de la verdad que yace en la raíz de un error que ha sido causa de que los grandes servicios de aquélla sean olvidados, y que en un ulterior libro procuraré tener oportunidad de explicar más plenamente. Para él es sencillamente incomprensible cómo hombres de la capacidad de los fisiócratas pudieran sostener que un país no podía ser enriquecido por el trabajo de los artesanos y por el comercio. Denomina esto una de aquellas aberraciones de la inteligencia humana, que sólo pueden ser admiradas y no explicadas. Pero aun cuando les niegue el honor de ser los fundadores de la ciencia de la Economía Política, declara que, a pesar de sus errores, «tienen títulos de gloria imperecedera en la historia del género humano» y da con sus propias palabras un extracto de sus doctrinas, del cual (libro I, capítulo V, sección 3.ª), tomo lo siguiente:
«El Creador ha colocado al hombre sobre la tierra con la evidente intención de que la raza prospere, y hay ciertas leyes físicas y morales que conducen en el más alto grado a asegurar su conservación, aumento, bienestar y progreso. La correlación entre estas leyes físicas y morales es tan estrecha, que si una de ellas es mal entendida por la ignorancia y la pasión, las otras lo son también. La naturaleza física o materia tiene con el género humano tanta relación como el cuerpo con el alma. De aquí la perpetua y necesaria relación del bien y del mal, físico y moral, recíprocamente. La justicia natural es la conformidad de las leyes y acciones humanas con el orden natural, y este conjunto de leyes físicas y morales existió antes que toda institución positiva entre los hombres. Y al par que su observancia produce los más altos grados de prosperidad y bienestar entre los hombres, la no observancia o transgresión de ellas es la causa de los grandes males que afligen al género humano.
Si tal ley natural existe, nuestra inteligencia es capaz de percibirla, porque si no sería inútil y la sabiduría del Creador hubiera faltado. Como, por consiguiente, estas leyes son instituidas por el Ser Supremo, todos los hombres y todos los Estados tienen que regirse por ellas. Son inmutables e irrefragables y las mejores posibles; por tanto, son necesariamente las bases del más perfecto gobierno y la regla fundamental de todas las leyes positivas, que tienen por único fin sostener el orden natural, evidentemente el más ventajoso para la raza humana.
Siendo el objeto evidente del Creador la preservación, aumento, bienestar y progreso de la especie, el hombre recibe necesariamente desde su origen, no sólo inteligencia, sino instintos conformables con ese fin. Cada uno se siente dotado con el triple instinto del bienestar, de la sociabilidad y de la justicia. Comprende que el aislamiento del bruto no es adecuado a su doble naturaleza, y que sus necesidades físicas y morales le impulsan a vivir en la sociedad de sus iguales, en un estado de paz, buena voluntad y concordia.
También reconoce que otros hombres, teniendo las mismas necesidades que él, no pueden tener menos derechos que él, y, por consiguiente, se inclina a respetar esos derechos, de manera que los demás hombres puedan cumplir análogas obligaciones hacia él.
Estas ideas -el fruto de este examen, la necesidad del trabajo, la necesidad de la sociedad y la necesidad de la justicia,- implican otras tres: libertad, propiedad y autoridad, que son los tres términos esenciales de todo orden social.
¿Cómo puede el hombre comprender la necesidad del trabajo para obedecer al irresistible instinto de su preservación y bienestar, sin concebir al mismo tiempo que el instrumento del trabajo, las cualidades físicas e intelectuales con que le ha dotado la Naturaleza, le pertenecen exclusivamente, sin percibir que es dueño y absoluto propietario de su persona, que ha nacido y permanece libre?
Pero la idea de libertad no puede surgir en la mente sin asociarse con la idea de propiedad, en ausencia de la cual, la primera únicamente representaría un derecho ilusorio, sin objeto. La libertad que el individuo tiene de adquirir por el trabajo cosas útiles, supone necesariamente la de conservarlas, disfrutarlas y disponer de ellas sin reserva, y también la de legarlas a su familia, que prolonga su existencia indefinidamente. Así, la libertad concebida de esta manera se convierte en propiedad, que puede ser concebida en dos aspectos con relación a los bienes muebles sobre la tierra, que es la fuente de donde tiene que extraerlas.
Al comienzo, la propiedad fue principalmente mueble; pero cuando el cultivo de la tierra fue necesario para la preservación, aumento y mejora de la raza, se hizo necesaria la individual apropiación del suelo, porque ningún otro sistema es tan adecuado para sacar de la tierra toda la masa de cosas útiles que puede producir; y, en segundo término, porque la constitución colectiva de la Propiedad produciría muchas dificultades en cuanto al reparto de los frutos, dificultades que no se presentan con la división de la tierra, por la cual los derechos de cada uno son fijados de una manera clara y definida. La propiedad de la tierra es, por consiguiente, la consecuencia necesaria y legítima de la propiedad personal y mueble. Cada hombre tiene centralizado en él, por las leyes de la Providencia, ciertos derechos y obligaciones; el derecho de disfrutar hasta lo sumo de su capacidad y la obligación de respetar iguales derechos en otros. El perfecto respeto y protección de los derechos y obligaciones recíprocos, conduce la producción a su más alto grado y a la obtención de la suma mayor de disfrutes materiales.
Los fisiócratas, pues, consideraban la absoluta libertad o propiedad como el derecho fundamental del hombre, libertad personal, libertad de opinión y libertad de contratar o comerciar; y la violación de éstas, como contraria a las leyes de la Providencia, y, por consiguiente, la causa de todo mal humano. La primera publicación de Quesnay, el Derecho Natural, contiene una indagación, acerca de estos derechos naturales, y posteriormente, en otra titulada Máximas generales del Gobierno económico en un reino agrícola, trata de establecer en una serie de treinta máximas o principios generales fundamentales, el conjunto de las bases de la economía social. La vigésima tercera de ellas declara que una nación no experimenta pérdidas comerciando con el extranjero. La vigésima cuarta declara la falsedad de la doctrina de la balanza mercantil. La vigésima quinta dice: 'Dejad que la plena libertad del comercio sea mantenida, porque la regulación del comercio interno y externo más segura, más verdadera, más provechosa para la nación y para el Estado, consiste en la plena libertad de la competencia'. En estas tres máximas que Quesnay y sus discípulos desenvolvieron, estaba contenida la total impugnación del sistema existente de 'Economía Política'; y a pesar de ciertos errores y defectuosas soluciones, tienen indiscutibles títulos para ser considerados como los fundadores de la ciencia de la 'Economía Política'».
La riqueza, en el sentido económico de la riqueza de las sociedades o riqueza de las naciones, Macleod lo extiende al Estado, consistía, para los fisiócratas exclusivamente, en cosas materiales sacadas de la tierra -fuente de todas las cosas materiales para el hombre- mediante el ejercicio del trabajo, y que poseen valor en cambio o cambiabilidad; carácter que reconocían como esencialmente diferente y no necesariamente asociado con el valor en uso o utilidad. Que el hombre no puede crear ni aniquilar materia, lo repiten una y otra vez en frases como éstas: «El hombre nada puede crear» y «nada puede salir de la nada». Aquéllos, expresamente excluyen de la categoría de riqueza la tierra misma y el trabajo mismo y todas las capacidades, poderes y servicios personales y se adelantaron mucho a su tiempo derivando la cualidad esencial de la moneda de su uso como medio de cambio e incluyendo todas las leyes de la usura en las restricciones que ellos suprimirían.
Que estos hombres surgieran en Francia y, casi en el mismo palacio del Rey absoluto, y precisamente cuando la dinastía borbónica estaba próxima a su caída, es una de las más grandes paradojas en que la Historia abunda. Jamás, ni antes ni después, brilló en la noche del despotismo tan clara luz de libertad.
Fueron extraviados por la idea -la única posibilidad efectiva de llevar a vías de hecho sus opiniones bajo las circunstancias existentes en su tiempo- de que el poder de un Rey, cuyo predecesor había dicho «el Estado soy yo» podía ser utilizado para vencer el poder de otros intereses especiales y dar la libertad y la abundancia a Francia y, al través de Francia, al mundo.
Tuvieron su día de esperanza y casi pudo parecerles asegurado el triunfo cuando en 1774, tres meses antes de la muerte de Quesnay, Turgot fue nombrado Ministro de Hacienda de Luis XVI, y comenzaron a franquear los caminos aboliendo las restricciones que ahogaban la industria francesa. Pero se apoyaron en una caña. Turgot, fue removido. Sus reformas fueron paralizadas. La insufrible miseria de las masas, de la que tanto se había ocupado demostrando que era enteramente incompatible con el orden natural, las precipitó en la locura de la gran revolución. Los fisiócratas fueron sepultados. Muchos de ellos perecieron en la guillotina, en la prisión o en el destierro. En la reacción que los excesos de aquella revolución produjeron en todas partes entre los más influyentes por el pensamiento, la propiedad y el poder, los fisiócratas fueron recordados sólo por su desafortunada equivocación al considerar la agricultura como la única ocupación productiva.
Francia honrará algún día, entre las más nobles, la centuria que le ha dado los nombres de Quesnay, Gournay, Turgot, Mirabeau, Condorcet, Dupont y sus discípulos, como en Inglaterra tendremos comprensibles resúmenes si no traducciones de sus obras. Pero, probablemente porque Francia ha sentido hasta ahora menos que las naciones inglesas teutónicas y escandinavas la influencia de la nueva filosofía del orden natural, mejor conocida como doctrina del Impuesto Único, las enseñanzas de aquellos hombres parecen, al presente, prácticamente olvidadas aun en Francia.,
exponiendo las relaciones entre Adam Smith y los fisiócratas
Smith y Quesnay.-La Riqueza de las Naciones, y las ideas fisiocráticas.-Juicio de Adam Smith sobre los fisiócratas.-Su ceguera para apreciar el Impuesto Único.-Su prudencia.
En la excursión que entre 1764 y 1766, después de renunciar a su cátedra de Filosofía moral, en Glasgow, para acompañar como tutor al joven duque de Buccleuch, hizo Adam Smith por el Continente, conoció a Quesnay y algunos de los hombres de «gran cultura y sinceridad» que miraban «al pensador del rey» con una admiración no inferior a la de cualquiera de los antiguos filósofos hacia los fundadores de sus respectivos sistemas. Y fue, mientras estuvo en París, un frecuente y bien recibido visitante en los departamentos de palacio, donde, ajeno a las diversiones e intrigas de la más espléndida y corrompida corte de Europa, que bullía bajo el suelo de sus habitaciones, este notable grupo discutía cuestiones del más alto y más permanente interés para el género humano.
Éste tuvo que ser un fructuoso período para la vida intelectual de Adam Smith. Durante este tiempo, el casi desconocido tutor escocés, notable entre sus escasas relaciones por sus accesos de abstracción, tuvo que ocuparse mentalmente en el libro que diez años después fue el principio de una fama que, durante más de una centuria, lo ha puesto a la cabeza de los filósofos de la «Economía» y en el primer rango de los hombres permanentemente ilustres de su generación.
A este libro se dedicó inmediatamente después de su regreso del Continente, en el vagar que le permitía la amplia pensión que los tutores del duque convinieron en que continuara hasta que obtuviese un provechoso destino oficial. El duque mismo, al llegar a su mayor edad y entrar en posesión de sus Estados, parece que no hizo ningún esfuerzo para librarse de aquel pago por la obtención de un destino para el hombre a quien siempre continuó mirando con respeto y cariño, pues, indudablemente, pensó que los deberes de aquél, aunque casi nominales, pudieran de algún modo limitar su libertad de consagrarse a su gran obra. Y cuando publicada al fin, la Riqueza de las Naciones, su autor fue nombrado por Lord North comisionado de las aduanas en Escocia.-destino que parece haber sido debido a la gratitud del primer ministro, por las ideas que este libro le sugirió en cuanto a nuevas fuentes de tributación, más que por ninguna presión del interés de Buccleuch, y que elevó el estudiante de sencillas costumbres a una relativa opulencia,- el duque persistió en no hacer cambio alguno en su pensión, sino que continuó dándosela durante toda la vida.
«El liberal y generoso sistema» de los economistas franceses no podía dejar de encontrar poderoso eco en un hombre de las condiciones de Adam Smith, y la Riqueza de las Naciones es amplio testimonio de la profundidad del juicio que aquél expone, diciendo: que este sistema, «con todas sus imperfecciones, es quizá la más inmediata aproximación a la verdad hasta ahora publicada sobre Economía política». Su intención primitiva fue verdaderamente, como consigna su amigo y biógrafo, el profesor Dugald Stewart, dedicar a Quesnay el fruto de sus diez años de trabajo. Pero el filósofo francés murió en 1774, dos años antes de que saliera a luz la gran obra del escocés. Por eso apareció ésta sin ninguna indicación de un propósito que, si hubiera sido manifestado, habría menoscabado, tal vez seriamente, su utilidad por el absurdo prejuicio que pronto nació contra los fisiócratas a causa del estallido de la Revolución francesa.
La semejanza de las opiniones expresadas en esta obra con las sostenidas por los fisiócratas, ha sido, sin embargo, advertida por todos los críticos, y lo mismo por parte de los adversarios que de los defensores, no se ha escatimado indicación de que Adam Smith siguió a aquéllos. Pero aunque fuera hombre bastante culto para apropiarse cualquiera idea que le pareciera plausible, no hay motivo para no, considerar aquellas opiniones como originales de Adam Smith. La agudeza para la observación y el análisis, el vigor imaginativo y la sólida cultura que caracterizan la Riqueza de las Naciones, se manifiestan en la Teoría de los sentimientos morales escrita antes de que Adam Smith dejara la Universidad de Glasgow y de que recibiera la invitación para acompañar al joven aristócrata en su viaje. Se manifiesta igualmente en su trabajo sobre la formación de las lenguas, y en sus estudios sobre los principios que regulan y dirigen la indagación filosófica, según se manifiestan en la historia de varias ciencias, que habitualmente se publican con aquella obra. Aparece en la Teoría de los sentimientos morales que Adam Smith meditaba un libro como la Riqueza de las Naciones, y no hay razón para suponer que, si no hubiera conocido a los fisiócratas, este libro habría sido esencialmente distinto.
Es un error, al que están sujetos los críticos que son meros compiladores, pensar que los hombres tienen que plagiarse unos a otros para ver las mismas verdades o caer en idénticos errores. La verdad es, en efecto, una relación entre las cosas, la cual se ve independientemente, porque existe independientemente. El error es quizá más adecuado para indicar trasmisiones de pensamiento a pensamiento; sin embargo, aun este alcanza habitualmente su fuerza y su permanencia merced a equivocaciones que en sí propias tienen independientemente verosimilitud. Las relaciones de las estrellas que aparecen en el Norte, a las cuales llamamos El Cucharón, u Osa Mayor, o las que en el Sur denominamos Cruz Austral, son vistas por todos los que observan el cielo estrellado, aunque sean varias las denominaciones con que los hombres las conocen. Y la idea de que el Sol gira en torno de la Tierra, es un error en el que el testimonio de los sentidos puede hacer que todos los hombres, separadamente, caigan, hasta que el primer testimonio de los sentidos es rectificado por la razón aplicada a más amplias observaciones.
Y en lo sustancial, yo he seguido las opiniones de Quesnay y de sus discípulos más de cerca que Adam Smith, quien los conoció personalmente. Pero en mi caso no hubo, ciertamente, derivación de aquéllos. Recuerdo bien el día en que deteniendo mi caballo sobre una altura que dominaba la bahía de San Francisco, la respuesta vulgar de un carretero que pasaba, a una pregunta vulgar, cristalizó como por un relámpago mis pensamientos embrionarios dándoles cohesión, y yo allí, desde entonces, reconocí el orden natural -una de aquellas impresiones que hacen a quienes las han sentido que puedan después de ellas apreciar lo que místicos y poetas han llamado la «visión extática».- Sin embargo, en aquel tiempo, yo nunca había oído hablar de los fisiócratas, ni leído siquiera una línea de Adam Smith.
Más tarde, con la gran idea del orden natural en mi mente, imprimí un folleto, Nuestra Tierra y Política de la Tierra, en el cual sostuve que todos los impuestos debían caer sobre el valor de la tierra sin tener en cuenta sus mejoras. Habiéndome encontrado casualmente en una calle de San Francisco con un abogado, A. B. Douthitt, nos detuvimos a charlar y me dijo que lo que yo proponía en mi folleto era lo que los economistas franceses habían propuesto cien años antes.
He olvidado muchas cosas, pero el sitio donde yo oí esto, y los acentos y actitud del hombre que me lo dijo, están fotografiados en mi memoria. Porque cuando habéis vislumbrado una verdad que quienes os rodean no ven, uno de los más profundos placeres es oír que otros también la han visto. Esto es exacto siempre aun en el caso de que aquellos otros hayan muerto años antes de que nacierais. Porque las estrellas que vemos hoy, cuando las miramos, estaban ahí para ser vistas cientos y miles de años hace. Ellas centellean. Los hombres vienen y van en sucesivas generaciones, semejantes a las generaciones de hormigas.
Este placer de una común apreciación de la verdad no aceptada corrientemente todavía, tuvo que sentirlo Adam Smith en sus relaciones con los fisiócratas. Por mucho que difieran, hay todavía mucho más que le es común en sus pensamientos. Él era un librecambista como ellos, aunque quizá no tan lógico y avanzado. Y aunque difiriendo en temperamento y más aún, en circunstancias, ambos coincidían en luchar contra lo que, en aquel tiempo, debían parecer insuperables dificultades.
El conocimiento y admiración de Adam Smith hacia los fisiócratas debe, al fin, haber afectado a su pensamiento y expresión, unas veces por absorción y otras acaso por reacción. Pero sean cuales fueren sus ideas económicas originales y las adquiridas consciente o inconscientemente de aquéllos, lo cierto es que su Economía Política, substancialmente, es el sistema del orden natural proclamado por aquéllos.
Lo que Adam Smith entendía por riqueza de la naciones es, en la mayoría de los casos y siempre que procede con lógica, las cosas materiales producidas de la tierra por el trabajo, necesarias o convenientes para la vida humana, el producto total de la sociedad, empleando la palabra producto como expresión de suma de resultados materiales, en la misma acepción que cuando hablamos de productos agrícolas, o productos manufacturados, del producto de las minas, de las Pesquerías o de la caza. Ahora bien, esto es lo que los fisiócratas significaban por riqueza, o, como algunas veces lo denominaban, el producto bruto de la tierra y del trabajo.
Pero este es también, como después veremos, el significado primario o inicial de la palabra riqueza en su uso vulgar. Y cualquiera que lea las Consideraciones relativas a la primera formación de las lenguas de Smith, publicado primitivamente con sus Sentimientos morales en 1759, verá, en su manera de enlazar las palabras con sus primitivos empleos, que, en cuanto pensara en ello, reconocería que el original y verdadero significado de la palabra riqueza es el de cosas necesarias y convenientes a la vida humana, creadas por el ejercicio del trabajo sobre la tierra.
La diferencia entre Smith y los fisiócratas es esta:
Los fisiócratas, por su parte, claramente establecen y sostienen firmemente que nada que no tenga existencia material o no sea producido de la tierra, puede ser incluido en la categoría de riqueza de la sociedad. Adam Smith, sin embargo, con ostensible descuido, cae algunas veces en la incongruencia de clasificar las cualidades y obligaciones personales como riqueza. Debe atribuirse esto, probablemente, al hecho de que lo que a él le pareció posible realizar era mucho menos de lo que se propusieron los fisiócratas. La tarea a que se consagró, principalmente la de demostrar lo absurdo y lo inconveniente del sistema mercantil o proteccionista, era bastante difícil para hacer que relativamente prescindiera de las especulaciones que iban más allá. Al desaprobar la noción corriente de que la riqueza de las naciones consiste en los metales preciosos, su cuidado respecto de lo que es y lo que no es riqueza, disminuyó. Coincide con los fisiócratas en condenar los esfuerzos de los Gobiernos para estorbar el comercio, pero se detuvo donde aquéllos continuaron la idea de libertar toda producción de impuestos o restricciones, hasta convertirla en una proposición práctica, cayendo en notorio error. Ni propuso el impuesto único, ni cayó en la equivocación de declarar la agricultura única ocupación productiva. Que hay un orden natural lo vio él, y que nuestras percepciones de la justicia se conforman con este orden natural, también lo vio; pero que envuelto en este orden natural, existe una provisión para las materiales necesidades del progreso social, no parece haberlo visto nunca.
Si el fracaso de Adam Smith, para descubrir la gran verdad que los «economistas» franceses percibieron, aunque «como al través de un vidrio, confusamente», se debió a su errónea manera de establecerla o a alguno de aquellos prejuicios de la mente individual que parecen anular con respecto a algunos puntos las facultades de percepción de aquélla, no hay medio, que yo sepa, de determinarlo. Adam Smith vio que los fisiócratas se equivocaban al considerar las industrias y el comercio ocupaciones estériles, pero no vio la verdadera respuesta a la objeción de aquéllos, la respuesta que hubiera mostrado a la luz de una verdad más amplia aquella parte de verdad por aquéllos equivocadamente percibida. La respuesta que les da en el libro IV, capítulo IX de la Riqueza de las Naciones, apenas pudo ser enteramente satisfactoria para el propio. En ella no se aventuró a sostener que el trabajo de los artesanos, manufactureros y comerciantes, sea tan productivo de riqueza como el trabajo de los agricultores. Únicamente sostiene que aquél no puede ser considerado como completamente estéril, y que «la renta de un país comerciante y manufacturero, tiene que ser siempre, siendo iguales las demás cosas, mucho mayor que la de otro sin comercio o industrias», porque «una más pequeña cantidad de producto facturado sirve para adquirir una gran cantidad de producto bruto». Que él realmente consideraba la Agricultura, por lo menos, como la más productiva de las ocupaciones, se muestra directamente en otros lugares de su gran libro.
Y hay una parte de esta respuesta extremadamente infeliz y enteramente fuera del usual temperamento de su autor. Nadie mejor que Adam Smith pudo ver la falacia de comparar a un filósofo que declara que el cuerpo político prosperaría más bajo condiciones de perfecta libertad y de perfecta justicia, con un médico que «imaginara que la salud del cuerpo humano podía ser preservada únicamente por un cierto y preciso régimen de dieta y de ejercicio». Y que recurriera a un ejemplo cuya eficacia depende de una suppressio veri como ésta, para explicar o asentar su disentimiento con un hombre a quien tanto estimaba como Quesnay, revela una latente incertidumbre. Por la cualidad y la índole de su entendimiento juntamente, Smith parecía el último de todos los hombres llamados a emplear semejante argumento a menos que desesperara de hallar otro mejor.
Hay pasajes, en la Riqueza de las Naciones, en que Adam Smith detiene su indagación tan súbitamente que demuestra su resistencia a aventurarse en un terreno que las clases poseedoras estimarían peligroso. Pero en nada de lo que dejó (precisamente, antes de su muerte, destruyó todos los manuscritos que no quería que fuesen publicados), hay señal de que le preocupara el esfuerzo de los fisiócratas por explicar la gran verdad que ellos veían con defectuosa percepción. Aquél, claramente percibió que, «el producto del trabajo constituye la natura1 recompensa o salario del trabajo» y que la apropiación de la tierra es lo que priva al trabajador de su natural recompensa. Pero, evidentemente, en el fenómeno de la renta, nunca vio más sino que los propietarios, como todos los hombres, gustan de cosechar donde no sembraron. Pasa sobre el gran asunto de las relaciones de los hombres con la tierra en que habitan, como si la apropiación por unos pocos de lo que la Naturaleza proporciona para domicilio y almacén de todos, tuviera ahora que ser aceptada como parte del orden natural. Y verdaderamente, en su tiempo y circunstancias, así tenía que parecerle.
Aun cuando Adam Smith viera el lugar del Impuesto Único en el orden natural, como el medio natural, de subvenir a las necesidades naturales de las sociedades civilizadas, la prudencia tenía que advertirle que su indagación no podía ser llevada tan lejos. Me refiero, no solamente a aquella prudencia del individuo, que impelió a Copérnico a aplazar hasta después de su muerte la publicación de su descubrimiento acerca del movimiento de la Tierra en torno del Sol; sino a aquella prudencia del filósofo que, con el deseo de hacer cuanto pueda por la verdad y la justicia en su tiempo, le impedía adelantar mayor parte de la verdad de la que su época podía recibir.
En aquel período del siglo XVIII en que los fisiócratas imaginaron que estaban próximos al triunfo de su gran reforma, y Adam Smith escribía penosamente su Riqueza de las Naciones, había una gran diferencia entre las circunstancias de Francia y Escocia.
Amparados por la amistad de un Rey cuya dinastía había reducido los grandes señores feudales a servidores y cortesanos; procurando por el aforismo «campesinos pobres, reino pobre; reino pobre, pobre rey», utilizar el más fuerte poder del Estado para la mejora de los más abatidos; acariciando la esperanza de que la emancipación del hombre tiene que ser realizada por el corto y real camino de conquistar la mente y la conciencia de un joven y afectuoso soberano, los filósofos franceses tenían algunas probabilidades de hacerse oír en su defensa del impuesto único. Pero del otro lado del canal, los «intereses territoriales» ahítos con el despojo de la Iglesia y de la Corona, y de los campesinos y de los Municipios, reinaban soberanamente. Atacar de frente este supremo poder un solitario hombre de letras, hubiera sido una locura.
Que Adam Smith, aunque hombre resuelto, poseía a la vez la prudencia del hombre y la prudencia del filósofo, se demuestra por el hecho de que se las arregló para hacer lo que hizo sin despertar en mayor grado la ira de los defensores de las injusticias establecidas. Cualquier espíritu inteligente que lea la Riqueza de las Naciones, la encuentra llena de sentimientos radicales, un arsenal del que los amantes de la libertad y la justicia pueden todavía sacar armas para la victoria que hace falta ganar. Sin embargo, su autor era un profesor de colegio, acompañante de viaje de un Duque, tenía una lucrativa posición oficial y murió siendo Lord rector de la Universidad de Glasgow.
Hasta el tiempo presente, al menos, el escocés triunfó donde el francés fracasó. Es aquél y no Quesnay quien ha llegado hasta nosotros como el padre de la «Economía Política».
Esta posición es reconocida aún por economistas que difieren de lo que ellos imaginan que es la escuela de aquél. Así, el profesor James, de la Universidad de Pensilvania, perteneciente a la «nueva escuela», dice de Adam Smith: en el artículo Economía Política en la Enciclopedia de Lalor, 1884:
«Todas las teorías y desenvolvimientos de las edades precedentes culminan en él; todas las líneas de desarrollo en las edades sucesivas parten de él. Su obra se publicó hace cien años y todavía no se ha producido un segundo libro que pueda ser comparado con aquél en originalidad e importancia. La historia posterior de la ciencia es, principalmente, la historia de los esfuerzos para ensanchar y ahondar los cimientos echados por Adam Smith, para hacer más alto y sólido su edificio».
Por esta razón es por lo que tomo la Riqueza de las Naciones de Adam Smith, como el gran hito en la Historia de la «Economía Política».
Exponiendo lo que la Riqueza de las Naciones realizó y el curso del sucesivo desenvolvimiento de la economía política
Adam Smith, un «filósofo» que se dirigió a los ilustrados, y cuyos ataques al mercantilismo encontraron favor principalmente en los poderosos propietarios.-No enteramente libre de sospechas de radicalismo, aunque perdonado por sus afinidades con los fisiócratas.-Esfuerzos de Malthus y de Ricardo para dar respetabilidad a la Ciencia.-La lucha contra las leyes sobre granos reveló los verdaderos beneficiarios de la protección, pero pasó por una victoria del librecambio y robusteció mucho la incoherente ciencia.-Confianza de sus defensores universitarios.-Fe de Say en el resultado de la enseñanza de la «Economía Política» en los Centros docentes.-Confianza de Torrens.-Incapacidad de otros países para seguir el ejemplo de Inglaterra.-Cairnes duda del efecto de hacer de aquélla un estudio universitario.-Su sagacidad probada por el posterior derrumbamiento de la Economía de Adam Smith.-La verdadera razón.
Adam Smith no era un propagandista o un político como los fisiócratas. Era simplemente un filósofo que se dirigió primordialmente a una clase pequeña, acomodada e ilustrada, cuya simpatía y sentimientos estaban identificados con el orden social existente y utilizó un poder que requiere el disfrute de tiempo y la concurrencia de oportunidades para culminar en acción, un poder que los hombres de negocios solían al principio estimar en poco.
Cuando se publicaron en San Francisco, en una edición del autor los primeros escasos ejemplares de mi Progreso y miseria, un gran propietario (el último general Beale, propietario del Tejón Ranch, y después ministro de los Estados Unidos en Austria), se dirigió a mí para expresarme el placer con que lo había leído como un desahogo intelectual. Decía que se había sentido en libertad de saborearlo, porque para hablarme con el desembarazo de una franqueza filosófica, estaba cierto de que jamás oirían hablar de mi obra aquéllos en quienes yo deseaba que influyese.
Del mismo modo, pero en mucho mayor grado, la corta clase que al principio podía tener únicamente conocimiento de la Riqueza de las Naciones podía disfrutar de su grandeza, como un desahogo intelectual que ensanchó el círculo del pensamiento. A pocos de ellos inquietó temor alguno de sus últimos efectos sobre determinados intereses. En aquel tiempo no existía todavía una prensa popular y libros de esta clase, se dirigían sólo a las «capas superiores». La Cámara de los Comunes, nominal representación de los no privilegiados de la Gran Bretaña, estaba compuesta de elegidos por los grandes propietarios territoriales; y la oligarquía que dominaba en las Islas Británicas, era realmente más fuerte que las clases análogas bajo la monarquía absoluta de Francia. Sólo pocos años antes de la publicación de la Riqueza de las Naciones había sido abolido en Escocia el derecho del señor territorial de foso y arco, esto es, de vida y muerte, no como cuestión de justicia, sino mediante compra por razones dinásticas; y los trabajadores en las minas de carbón y en las salinas, eran aún virtualmente esclavos porque se les había negado rotundamente el derecho del habeas corpus.
Adam Smith eludió provocar la hostilidad de los intereses territoriales. Y volviendo el lado agresivo de la nueva ciencia contra el sistema mercantil, según denominó lo que después ha sido conocido como sistema proteccionista, antes que hostilidad encontró favor en las clases ilustradas, las únicas clases a las cuales, en aquel tiempo, podía dirigirse un libro como el suyo. Tales clases, bajo las condiciones existentes en la Gran Bretaña, estaban propicias para sentir desprecio mezclado de cólera, contra los comerciantes que comenzaban a aspirar a compartir el poder y el puesto de los «nativos dueños del suelo». Así, la indignación con que él hablaba de cómo «las ruines artes del defraudador comerciante son erigidas en máximas políticas para conducir un gran Imperio» y con qué comparaba « la caprichosa ambición de los reyes y ministros», «la violencia e injusticia de los directores de la humanidad, para las cuales, apenas, la naturaleza de los negocios humanos difícilmente puede proporcionar remedio», con «los impertinentes celos, la fundamental rapacidad y el espíritu monopolizador de los comerciantes e industriales, que ni son ni deben ser directores del género humano», no podía dejar de despertar una singular simpatía en el espíritu de quienes intelectual y políticamente dominaban la Gran Bretaña. Éstos no advirtieron la suave manera como aquél exponía que la «superioridad de nacimiento» es sólo «una antigua superioridad de fortuna»14, y como atribuía la diferencia entre el filósofo y el mozo de cuerda, a la diferencia entre las circunstancias en que aquéllos habían sido colocados.
Sin embargo, con el estallido de la Revolución Francesa, el radicalismo de la Riqueza de las Naciones no pasó enteramente inadvertido. Una nota adicionada por Dugald Stewart, en 1810, a la segunda edición de la biografía de Adam Smith, leída antes en la Real Sociedad de Edimburgo, en 1793, daba como razón de que aquél, en la primera edición, se hubiera limitado a una idea mucho más vaga de Riqueza de las Naciones de la que se había propuesto, ésta:
«La doctrina del librecambio era presentada como una tendencia revolucionaria; y algunos, que primeramente se jactaron de su intimidad con Mr. Smith y de su celo por la propagación de su sistema liberal, comenzaron a titubear acerca de la conveniencia de someter a las discusiones de los filósofos, el arcano de la política del Estado y la impenetrable visión de las edades feudales».
Y Willam Playfair, en su edición anotada de la Riqueza de las Naciones, Londres, 1805, creyó necesario excusar la simpatía de Smith por los fisiócratas, declarando que «el hecho real es que el doctor Smith, lo mismo que muchos de los economistas, ignoraba el secreto perteneciente a la secta, que, «pretendiendo simplemente reducir a la práctica la tabla económica, trabajaron silenciosamente por derribar los tronos de Europa». Esta ignorancia, puesto que era compartida al mismo tiempo por «un Monarca de tan eminente capacidad y penetración» como el Gran Federico de Prusia, puede ser perdonada, a juicio de Playfair, al doctor Smith. Y perdonada le fue. O mejor dicho, las objeciones hechas al doctor Smith a cuenta de su radicalismo, atrajeron tan escasa atención que, sólo rebuscando en la olvidada literatura, puede encontrarse algunos vestigios de ellas. El hecho más importante es que Adam Smith, comenzando el estudio de la Economía Política, en un plano inferior al de los fisiócratas, encontró menor resistencia y su libro logró una tan permanente solicitud por la nueva ciencia, que su continuación hasta nuestro tiempo, se deriva propiamente de él, como su fundador, mejor que de aquéllos.
En 1798, cinco años después de que Stewart leyera su biografía de Smith ante la Real Sociedad de Edimburgo y ocho años después de que el autor de la Riqueza de las Naciones, lamentando con su último aliento haber hecho tan poco, fuera a reposar en la Colegiata de Edimburgo, el clérigo inglés, Malthus, expuso su famosa teoría sobre la población. Desde entonces ésta, como una «necesidad largo tiempo sentida», tomó puesto en el cristalizado sistema de Economía Política, a que Smith había dado forma y que, no obstante su falta de una clara y concreta definición de la riqueza, no era incompatible con el espíritu de las instituciones docentes que pronto comenzaron a hacer de la enseñanza de la Economía Política una función de sus facultades oficiales. Pocos años después de Malthus vino Ricardo a corregir errores en que Smith había caído acerca de la naturaleza y causas de la renta y a formular la verdadera ley de la renta; pero hizo esto cimentándolo sobre el hecho de que la renta crece en la medida en que las necesidades de una población creciente fuerzan al cultivo hacia tierra cada vez menos productiva o a puntos cada vez menos productivos de la misma tierra.
Así, la teoría de los salarios, en que Adam Smith cayó, cuando temeroso de las radicales conclusiones a que conducía, abandonó, repentinamente, su exacta percepción de que, «el producto del trabajo constituye la natural recompensa o salarios del trabajo», para considerar que el patrono suministra con su capital los salarios a sus trabajadores, juntamente con la teoría de que la tendencia de la población es a aumentar más deprisa que las subsistencias, y la noción de la teoría de la renta, como resultante de la aplicación del esfuerzo a una tierra cada vez menos productiva, con lo que se imaginó que era su corolario, «la ley de la productividad decreciente en la Agricultura» se convierte en la doctrina cardinal. Este encadenamiento y apoyo recíproco en lo que pronto llegó a ser el aceptado sistema de Economía Política, como deducido de la Riqueza de las Naciones, evitó eficazmente todo peligro de que el estudio de las leyes naturales de la producción y distribución de la riqueza pudiera ser peligroso para los poderosos. Porque de esta manera se hizo que la Economía Política proporcionara una supuesta demostración científica de que el intenso contraste en las condiciones materiales de los hombres que nuestra adelantada civilización presenta no resulta de la injusticia y errores de la ley humana, sino de la inmutable ley de la Naturaleza, los decretos del Espíritu creador y sustentador de todo.
Lejos de significar amenaza para los grandes intereses particulares, una Economía Política pervertida así, pronto encuentra su puesto junto a un cristianismo adulterado de modo parecido, para tranquilizar la conciencia del rico y contener el descontento del pobre. Los libros de texto y las enseñanzas de los cuales las percepciones de Adam Smith referentes a la natural igualdad de los hombres fueron eliminadas, vinieron a ser verdaderamente la «Ciencia siniestra». Sostuvieron sus admiradores que bastaba conocerla suficientemente para convencer hasta a las «clases más bajas» que las cosas eran como debían ser, salvo quizá que no debía permitirse que «el espíritu monopolizador de los comerciantes e industriales» y las «ruines artes de los degradados traficantes» se erigieran en máximas de la intervención del Gobierno en la vida económica.
Así, cuando el sistema de Economía Política expuesto por Adam Smith, comenzó a llamar la atención de los pensadores e frustrados, no encontró las resistencias con que habría tropezado si los intereses particulares amenazados por él hubieran sido realmente los de las crecientes clases de comerciantes e industriales. Por otra parte, los giros aparentes de su lado agresivo contra los comerciantes e industriales, impidieron a los poderosos intereses territoriales percibir plenamente las relaciones de aquélla con su monopolio, hasta que el sistema ganó la fuerza de la autoridad de una filosofía aceptada.
Ahora bien, el curso del desenvolvimiento social en el mundo civilizado generalmente, pero en especial en la Gran Bretaña, en la era del vapor que siguió inmediatamente a Adam Smith, fue aumentarse enormemente el relativo peso social de las clases mercantiles e industriales. Pero cuando, cincuenta años después de la muerte de Adam Smith, lo que él llamó sistema mercantil vino a la política por la agitación para derogar las leyes de granos, no fue entre los comerciantes e industriales, sino entre los intereses territoriales donde este sistema encontró su más vigorosa defensa. La derogación de las leyes sobre los granos fue obtenida contra la denodada resistencia de los propietarios, por una alianza de industriales y comerciantes con las clases trabajadoras, hostigadas por amargos descontentos y crecientes aspiraciones. Pero no triunfó hasta que fue evidente para los más reflexivos, que si la agitación seguía, sería posible que llegaran a una indagación del derecho por el cual unos pocos individuos, llamados propietarios, reclamaban la tierra de las Islas Británicas como propiedad suya.
La verdad es que los comerciantes e industriales, en cuanto tales, no son los últimos beneficiados por el sistema proteccionista, y que los intereses mercantiles sólo pueden aprovecharse de éste cuando se amparan tras algunos especiales monopolios. Esto se ha demostrado en los Estados Unidos, donde los propietarios de terrenos carboníferos, minas, bosques y tierras azucareras, han constituido el núcleo de las fuerzas políticas que han llevado la protección a sus monstruosos términos actuales.
La derogación de las leyes inglesas sobre granos pasó en la Gran Bretaña por una victoria del librecambio en toda la extensión en que éste pueda realizarse. Y en los círculos académicos de ese país y de los Estados Unidos, y al través del mundo civilizado que recibió su impulso intelectual de Inglaterra, crecieron grandemente las esperanzas de los economistas profesionales.
Así, fortalecida por este poderoso impulso, continuó creciendo -con la sanción y por el impulso de una serie de hombres capaces y colocados en lugares de autoridad, cuyos esfuerzos se consagraron a suavizar dificultades y disimular incongruencias,- un acreditado sistema de Economía Política que encuentra su expositor más ampliamente aceptado en J. Stuart Mill, y alcanzó acaso su mayor autoridad en los círculos académicos cerca o poco antes del centenario de la publicación de Riqueza de las Naciones. Sin embargo, se halla tan falto de coherencia como la imagen que Nabucodonosor vio en sus sueños. Contiene muchas verdades efectivas, bien estudiadas. Pero iban mezcladas con errores que no resisten el análisis. Los esfuerzos para definir su objeto capital, la riqueza, y el subtérmino de riqueza, capital, la hacen mucho más indefinida y confusa que Adam Smith la había dejado. Y jamás intenta presentar reunido lo que da como leyes de la distribución de la riqueza, porque se apreciaría, de una ojeada, su falta de relación.
Esta Economía Política no llegó a aposentarse en el conocimiento vulgar, y fue considerada, aun por hombres habitualmente inteligentes, como una ciencia académica y esotérica. Pero se habló de ella por sus profesores con la mayor confianza, como de una ciencia segura, y la creencia de aquéllos en su triunfo aumentó grandemente.
Desde el comienzo, hasta bien pasada la mitad de la centuria XIX, el espíritu de los expositores autorizados de la Economía Política que buscaban su entronque con los cimientos echados por Adam Smith, era optimista y confiado. Creían que habían fabricado una verdadera ciencia, la cual sólo necesitaba desenvolverse para ser universalmente aceptada.
En lo que se imprimió como introducción a la primera edición americana del Tratado de Economía Política de Juan Bautista Say15, que fue traducida al inglés y circuló ampliamente en ambos lados del Atlántico, viniendo a ser, durante largo tiempo, en los Estados Unidos al menos, acaso la más popular de las exposiciones de la ciencia que Adam Smith había fundado, Say señala ciertas dificultades con que la Economía Política tiene que tropezar: «Que las opiniones en Economía Política, no sólo son mantenidas por vanidad, sino por los intereses egoístas incorporados al mantenimiento de un vicioso estado de cosas»; que «se encuentran escritores que poseen la lamentable facultad de redactar folletos y aun volúmenes enteros de materias que, según su propia confesión, no entienden»; y que «tal es la indiferencia del público, que éste prefiere admitir las afirmaciones que le hagan, a molestarse investigándolas». Pero continua:
«Todo, sin embargo, anuncia que esta ciencia hermosa y más útil que ninguna otra, se va ensanchando con creciente rapidez. Desde que se ha percibido que no se cimienta sobre hipótesis, sino que está fundada sobre la observación y la experiencia, su importancia ha sido sentida. Ahora es explicada donde quiera se ama la cultura. En las Universidades de Alemania, de Escocia, de España, de Italia y del Norte de Europa han sido establecidas cátedras de 'Economía Política'. En adelante, esta ciencia será enseñada, en ellas con todas las ventajas de un estudio regular y sistemático. Mientras la Universidad de Oxford sigue sus viejos y trillados caminos, hace algunos años que Cambridge ha establecido una cátedra para difundir los conocimientos de esta nueva ciencia. Se han dado en Ginebra y en varios otros sitios cursos de lecciones, y los comerciantes de Barcelona han fundado, a sus expensas, una cátedra de 'Economía Política'. Se considera ahora como parte esencial de la educación de los príncipes, y aquéllos que son llamados a esta distinción tienen que avergonzarse de ignorar sus principios. El emperador de Rusia ha deseado que sus hermanos, los grandes duques Nicolás y Miguel, sigan un curso de estudios de esta materia bajo la dirección de M. Storch. Finalmente, el gobierno de Francia se ha honrado a sí propio estableciendo en este Reino, bajo la sanción de la autoridad pública, la primera cátedra de 'Economía Política'».
Este optimismo, en cuanto a lo que realizaría el estudio regular y sistemático de la «Economía Política», prevaleció durante largo tiempo en todos los escritos económicos. Aun cuando era necesario admitir que la unanimidad, que confiadamente se esperaba, no venía, ésta se hallaba siempre camino de llegar.
Así, el coronel Torrens, en la introducción a su Ensayo sobre la producción de riqueza, decía en 1821:
«En el progreso del entendimiento humano tiene, necesariamente, que preceder al período de unanimidad, un período de controversia entre los cultivadores de cualquier rama de la ciencia. Respecto de la 'Economía Política', el período de la controversia está pasando y rápidamente se aproxima el de la unanimidad. Dentro de veinte años apenas existirá duda alguna acerca de sus principios fundamentales».
Con la gran derrota de la protección en 1846, la confianza de los economistas se hizo aún mayor. Pero las predicciones de que el ejemplo de la Gran Bretaña, aboliendo las tarifas protectoras, sería rápidamente seguido en todo el mundo civilizado, predicciones fundadas sobre el supuesto de que esta parcial victoria de la libertad había sido obtenida por el progreso de una inteligente Economía Política, no se realizaron; y alentada por acontecimientos políticos tan magnos, como la gran lucha entre los Estados americanos y la guerra franco-alemana, una onda de reacción en favor de la protección pareció cubrir casi todo el mundo, salvo la Gran Bretaña.
Y mientras en todo el mundo universitario, de los países de lengua inglesa al menos, el triunfo de la oposición de Adam Smith al principio del sistema mercantil parecía haber establecido firmemente una aceptada ciencia de la Economía Política, y las cátedras para su enseñanza formaban indispensable elemento de todo Instituto de educación, las palpables incongruencias que le habían sido adheridas, comenzaron a manifestarse más y más.
En 1856, el profesor J. E. Cairnes, pronunciando en la Universidad de Dublín sobre el Whately Foundation, una serie de conferencias, después impresas bajo el título Carácter y método lógico de la Economía Política, citó lo que él llamó la infortunada profecía de Torrens, hecha en 1821, de que el período de controversia había pasado y que el de unanimidad se aproximaba rápidamente y que, veinte años más tarde, apenas existiría alguna duda respecto de los principios fundamentales de la Economía Política. El profesor Cairnes lo recuerda solamente para afirmar que las cuestiones fundamentales «son todavía vehementemente discutidas, no sólo por los semi-sabios y aficionados, de quienes puede esperarse siempre que discutan, sino por los cultivadores profesionales y los expositores autorizados de la ciencia» y, que:
«Lejos de haber pasado el período de controversia, parece que apenas está comenzado; controversia, a mi juicio, no sólo respecto de las proposiciones de importancia secundaria y de las aplicaciones prácticas, de las doctrinas científicas (porque tal controversia sólo es un testimonio de la vitalidad de una ciencia y es la necesaria condición de su progreso), sino controversia respecto de los fundamentales principios que yacen en la raíz de sus razonamientos y que se consideraban definitivos cuando escribía el coronel Torrens».
Cairnes continúa con un pasaje que, en cuanto expresa la opinión de un profesor prestigioso de Economía Política, acerca de los efectos del establecimiento de cátedras, de las cuales Say, una generación antes, había esperado tanto, y de las cuales, hasta nuestro propio tiempo, tanto continuaron y continúan esperando los que no saben nada mejor, merece citarse:
«Cuando la Economía Política no tenía nada que la recomendara al conocimiento público, sino sus propios e intrínsecos testimonios, ningún hombre se declaraba economista sin haber estudiado antes concienzudamente y dominado sus principios elementales; y nadie que se declaraba economista discutía un problema económico sin referirse constantemente a los aceptados axiomas de la ciencia. Pero cuando el inmenso triunfo del librecambio dio una prueba experimental de la justicia de aquellos principios en que los economistas se fundaban, se realizó un notorio cambio en el modo de conducir las discusiones económicas, y en la clase de las personas que se adhirieron a la causa de la Economía Política. Muchos hay que se titulan a sí propios economistas, sin que se hayan tomado nunca la molestia de estudiar los principios elementales de la ciencia; y algunos acaso, cuya capacidad no les permite apreciar sus verdades; al paso que aun aquéllos que han dominado sus doctrinas, en su anhelo de granjearse un auditorio popular, pronto abandonaron el verdadero campo de la ciencia, a fin de encontrar para ella en los hechos y resultados del librecambio una defensa más popular y vigorosa. Fue como si los matemáticos, para atraer nuevos adictos a sus filas, consintieran abandonar el método del análisis y cimentar la verdad de sus fórmulas sobre la correspondencia de los almanaques con las predicciones astronómicas. El severo y lógico estilo que caracteriza a los cultivadores de la ciencia en la primera parte de la centuria, ha sido cambiado para acomodarse al diferente carácter del auditorio a quien los economistas se dirigen ahora. Las discusiones de Economía Política han ido asumiendo constantemente un carácter cada vez más estadístico; se acude ahora a los resultados en vez de acudir a los principios; las reglas de la aritmética son sustituidas por cánones del razonamiento inductivo; hasta el verdadero método de investigación ha sido olvidado, y la Economía Política parece en peligro de sufrir el destino de Atalanta».
A la hora actual, claramente puede verse que los peores augurios de Cairnes están más que realizados. En vez de haber transcurrido el período de controversia, se ha abierto realmente desde entonces y apenas ha comenzado. La acelerada tendencia desde su tiempo, como en el período del cual él habló, ha sido apartarse de la uniformidad, no aproximarse a ella; la controversia se ha hecho incoherente y lo que aquél imaginaba ser la ciencia de la Economía Política, ha sido destruido en las manos de sus propios profesores.
Pero aunque Cairnes advirtió el verdadero designio de una tendencia que los más de sus contemporáneos no entendían, y vio el verdadero efecto de estudiar la Economía Política con el fin de llenar cátedras y escribir libros, no vio la verdadera causa que más pronto y con más alcance de lo que pudo imaginarse, ha dado soberbia realidad a su más que semi-retórica predicción. El motivo de la confusión constantemente creciente de la Economía Política académica, está en la ineptitud de la llamada ciencia, para definir su materia, sujeto u objeto fundamental. La estadística no puede ayudarnos a buscar una cosa hasta que nosotros sepamos qué es lo que necesitamos encontrar. Retornaría la torre de Babel. Los hombres que procuran desenvolver una ciencia de la producción y distribución de la riqueza sin determinar primero qué es lo que significan por riqueza, no pueden entenderse entre ellos, ni entenderse a sí propios.
Exponiendo la oposición a la economía universitaria antes de Progreso y miseria
Carácter ilógico de Riqueza de las Naciones.-Asertos de Derecho natural.-Spence, Ogilvie, Chalmers, Wakefield, Spencer, Dove, Bisset.-Vagas admisiones del Derecho natural.-La protección no crea una Economía Política en Inglaterra, pero sí en otras partes.-Alemania y la Economía Política proteccionista en los Estados Unidos.-Divergencia de las escuelas.-Trade-unionismo socialista.
La Riqueza de las Naciones alcanzó gran boga por sus salientes cualidades y su prudencia para esquivar el antagonismo de los propietarios. Se formó un núcleo en torno del cual pudieron juntarse las clases cultas, presumiendo que enseñaban una ciencia de la Economía Política, sin chocar seriamente con ningún interés poderoso. Lo que Smith hizo, después de todo, fue huir, forjar un sistema que dejaba indeterminados los principios cardinales. Demostró cuán grandemente la división del trabajo aumenta la productividad de éste, y sin atreverse a ir demasiado lejos, probó que dejar al trabajo en libertad, aumentaría el producto anual. Volvió, en una palabra, el lado agresivo de la ciencia contra el sistema proteccionista, o como él lo denominaba, mercantil, buscando así una economía política que contenía una especie de libre cambio, el cual no rechazaba seriamente los impuestos sobre el trabajo y sobre los productos del trabajo, como medio de obtener ingresos para el Gobierno.
Smith no dijo, realmente, lo que es riqueza o su subtérmino capital, ni tampoco esclareció la división del total producto entre el factor humano y el factor natural, ni osó demostrar cual es la causa y el remedio de la miseria. En la Economía Política, tal como él la dejó, no había axiomas, nada que se relacionara y sostuviera recíprocamente; pero tal era su genio y prudencia y su adaptabilidad a la índole de su tiempo, que él encontró camino donde habían fracasado más profundos pensadores, y sobre los cimientos que él echó comenzó a levantarse una Economía Política. Malthus, dando apariencia científica a un error que se conformaba con las impresiones populares, y Ricardo, dando forma a una científica interpretación de la renta, pronto suministraron lo que pasó por axiomas, uno de los cuales está equivocado y el otro estaba errado o, al menos, inadecuadamente establecido. Cuanto entre ellos mediaba, se abandonó.
Sin embargo, tal era la sensación de que debía haber una Economía Política, y tan agradable para las clases directoras era lo que se les ofrecía como tal, que principiaron a multiplicarse las cátedras para el estudio de ella. Fueron, naturalmente, ocupadas por hombres que enseñaban lo que habían aprendido, con la constante presión de las clases dominantes en todos los colegios, unas clases que, cualesquiera que fuesen los defectos de la Economía Política, estaban dispuestas a aceptar las cosas existentes como el mejor orden de cosas posible y a recibir con intensa oposición todo radical cambio que provocase una verdadera discusión. Y como casi todos los profesores de Economía Política se consideraban obligados a escribir un libro de texto, o al menos a hacer algo que diese razón de su existencia, hubo muchos que volvieron a su antiguo campo y surgieron pequeñas diferencias, pero no discutieron nada de donde pudiera surgir un debate vital. Y en un estado social en el cual los muchos son pobres y los pocos son ricos, cualquiera conato de crear una verdadera Economía Política, si era advertido, habría inevitablemente ocasionado grandes debates.
Así, de hecho, la Economía Política, como la enseñaban los maestros, profesores e investigadores científicos, era, para la clase que ha hecho de la tierra una propiedad suya exclusivamente, una doctrina muy cómoda. Aplicaban la doctrina de «dejad las cosas solas», sin ninguna indicación acerca del problema de cómo las cosas vienen al ser. Era, como dijo Clement C. Biddle, el traductor americano de Say, «la doctrina liberal que ha dado los más activos, más generales y más provechosos empleos a la industria y al comercio de cada país, proporcionando a su dirección y aplicación la más perfecta libertad compatible con la seguridad dc la propiedad». Acerca de lo que constituye propiedad no se discutió. Y si alguien no miraba demasiado de cerca y no prescindía de las costumbres de los tiempos, en las más avanzadas naciones europeas no podía discutirse. ¿Propiedad? Pues propiedad es, naturalmente, lo susceptible de ser apropiado. Cualquier necio sabe esto.
Ni después de la caída del ministerio Peel, en vez de precederla, surgió cuestión alguna sobre la sanción de la propiedad. La esclavitud inglesa desapareció en sus últimas formas antes de que comenzara la centuria XIX, y aunque la cuestión de la propiedad de los esclavos en las colonias tropicales, y finalmente en los Estados Unidos del Sur, era adecuada, si continuaba discutiéndose, para plantear aquel más amplio problema, éste no conmovió el espíritu popular. Así fue resuelta un día, en las colonias indemnizando a los propietarios de esclavos a expensas públicas, y en los Estados Unidos por medio de la guerra.
La cuestión de la propiedad no se ha planteado nunca realmente en Inglaterra hasta después de que la publicación de Progreso y miseria comenzó a llamar la atención sobre ella. Pero esta atención que despertó ha sacado a luz desde entonces algunos concretos trabajos que muestran, como he dicho, que las doctrinas de los fisiócratas franceses hubieran sido acogidas hospitalariamente en la Gran Bretaña, si realmente hubiera sido posible en aquel tiempo hacerlas conocer.
Así H. M. Hyndman, ha encontrado en el Museo Británico una conferencia de Tomás Spence, dada ante la Sociedad de Filosofía de Newcastle en 8 de de Noviembre de 1775, un año antes de la publicación de Riqueza de las Naciones y por la cual la sociedad, como Spence consignó, le hizo el «honor» de expulsarle. En esta conferencia Spence declara que todos los hombres «tienen un derecho tan igual y justo a la tierra como el que tienen a la libertad, el aire o la luz y el calor del sol», y propuso lo que ahora vuelve a ser llamado «Impuesto Único»: que el valor de la tierra sea tomado para todos los gastos públicos y abolidos todos los demás impuestos, cualesquiera que sean su clase y naturaleza. Esbozó un brillante cuadro de lo que la Humanidad sería si fuese adoptada esta sencilla, pero la más radical reforma. Pero tan contrario era esto a los deseos de todos los que entonces tenían autoridad, que su propuesta fue enteramente olvidada hasta que la han exhumado de su sepultura más de una centuria después.
De igual modo, en 1889, D. C. Maldonald, un single-tax, y procurador de Aberdeen, sacó de la biblioteca de abogados de Edimburgo, y del Museo Británico, en Londres, ejemplares de un libro impreso en 1782 por Willian Ogilvie, profesor de humanidades en el Colegio Real de Aberdeen, titulado: Ensayos sobre el derecho de propiedad sobre la tierra con relación a sus fundamentos en la ley de la Naturaleza, su actual determinación por las leyes civiles de Europa y las reglas por las cuales puede ser más beneficiosamente restituida a las más humildes capas del género humano. El profesor Ogilvie, aunque no hace referencia a más autoridad que la de Moisés, tenía evidentemente algún conocimiento de los fisiócratas, y del modo más terminante declara que la tierra es un patrimonio nativo que todo ciudadano conserva todavía. Defiende la tributación sobre la tierra con la total abolición de los demás impuestos, aunque, como si desesperara de tan radical reforma, propone algunos paliativos, tales como acensuamientos para las actuales colonias, arriendos, etc. Indudablemente vio la absoluta imposibilidad de luchar bajo las condiciones entonces existentes, porque parece probable que su libro no fue publicado nunca y que sólo se imprimieron unas cuantas copias para uso privado del autor.
Entre los escritores de los primeros treinta años del siglo, universitariamente aceptados, hay dos que parecen haber tenido algunos vislumbres de la verdad percibida por los fisiócratas de la relación entre la tierra y el trabajo, aunque de un modo curiosamente torcido. El doctor Chalmers, que fue un profesor de Teología de la Universidad de Edimburgo y un ardiente malthusiano, sostuvo que los propietarios pagan finalmente todos los impuestos sobre el trabajo, y pretendía que se conservaran algunos feudos (que él consideraba como retenidos por el Estado para fines benéficos). Aboliría, por fin, todos los demás, y las rentas del Estado serían obtenidas, finalmente, del valor de la tierra. Esto, pensaba, sería más sencillo y mejor y ahorraría muchas discusiones, «librando a los Gobiernos del odio a los impuestos que tanto perjudica a la causa del orden y de la autoridad». Era un firme defensor de la primogenitura, opuesto a cuanto estimulara la división de la tierra y quería que el país disfrutara el espectáculo de una noble y espléndida aristocracia, de la cual las ramas segundonas serían sustentadas con plazas, por lo menos, de 1000 libras al año en los servicios públicos. Y aunque él haría pagar a los propietarios todos los impuestos, pensaba que era sano y conveniente que aquellos propietarios poseyeran la influencia política también. Porque «los dueños del suelo, repetimos, son natural y propiamente, los dueños del poder». Chalmers era un buen ejemplo del serpentino espíritu de tantos ministros escoceses. Después figuró en la derrota del Kirk por el movimiento del Libre Kirk. Sin embargo, a pesar de su adulación, no consiguió popularizar el impuesto único entre la aristocracia británica, la cual luchó contra la derogación de las leyes de granos todo el tiempo que pudo. Como economista pasó casi enteramente al olvido.
Otro curioso ejemplo de la perversión de la doctrina sobre las relaciones entre la tierra y el trabajo, fue dado por Eduardo Gibbon Wakefield, quien visitó este país en sus días más democráticos, en el primer cuarto de siglo, cuando el natural resultado de nuestra inconsciente aceptación de que la tierra y la verdadera propiedad son riquezas análogas, y nuestro deseo de poner en primer lugar al propietario de tierra, comenzaba a mostrar plenamente sus efectos. Fue impresionado por la diferencia entre la sociedad que aquí se desarrollaba y aquélla a que estaba acostumbrado; y apreciando todas las cosas desde el punto de vista de los habituados a mirar el resto del género humano como creado en beneficio de ellos, supuso que la gran desventaja social y económica de los Estados Unidos, era «la escasez de trabajo». Con esto enlazó la rudeza de la clase superior, su falta de aquellos refinamientos, disfrutes y delicadezas de vida comunes a la aristocracia de Inglaterra. ¿Cómo podría un caballero inglés emigrar a un país donde tendría actualmente que lustrarse sus propias botas, y donde nadie puede contar con una constante fuerza de trabajo pronta a aceptar como una merced cualquiera oportunidad de desempeñar los más serviles y degradantes servicios? Vio, como Adam Smith, antes que él, lo había visto, que esta «escasez de trabajo» proviene de la baratura de la tierra, donde la vasta área del dominio público estaba abierta para la colonización a precios nominales. Sin la menor duda acerca de que la tierra está hecha para los propietarios y que los trabajadores existen con el designio de proporcionar oferta de trabajo a las clases superiores, deseó que las nuevas comarcas que Inglaterra tenía aún que colonizar, fuesen social, política y económicamente, nuevas Inglaterras, y sin detenerse en el más mínimo proceso especulativo, anheló producir en estos nuevos países tal saludable «escasez de empleo» que proporcionara trabajo barato y abundante desde el primer momento de la colonización. Para ello proponía que la tierra no fuese dada, sino vendida al inmigrante, a lo que él llamaba un precio suficiente, un precio bastante alto para hacer que los trabajadores trabajasen para otros hasta haber adquirido los fondos necesarios para pagar un precio por lo que la Naturaleza ofrece sin dinero y sin precio. Proponía que el dinero recibido por el Estado en razón de esto, fuese consagrado a pagar el pasaje de convenientes y escogidos inmigrantes. Esto daría desde el principio dos clases de inmigrantes para colonizar los grandes y vastos países que Inglaterra todavía conservaba, especialmente en Australia y Nueva Zelanda: la mejor clase, que pagaría sus propios gastos y compraría al Gobierno su tierra, la cual tendría desde el principio un valor, y la clase socorrida que, siendo elegida entre los mejores trabajadores del viejo mundo, tendría desde luego aptitud para proporcionar todo el trabajo exigido. Así el nuevo país donde este plan fuese adoptado ofrecería desde el principio al mismo tiempo que salarios más altos aún que en Inglaterra para hacer que los trabajadores, especialmente si eran solicitados, desearan ir allí, el aliciente para una clase rica y culta de una «razonable» y fácil oferta de trabajo, y los eximiría de las penalidades cuya necesidad ha hecho a los Estados Unidos tan repulsivos a las «mejores» clases de ingleses.
Este plan era muy atractivo para las más ricas e influyentes clases de ingleses relacionadas o preocupadas con la emigración a las nuevas colonias, y fue finalmente adoptado por la corporación correspondiente para poblar la Australia Occidental y, posteriormente, las otras colonias australianas. Pero ni aun sus obvias inducciones influyeron nunca en la enseñanza de la Economía Política.
En 1850, aparecieron en Inglaterra dos obras que aun cuando ninguna de ellas provenía de las filas de los economistas clásicos, eran ambas preludios de una próxima petición de una Economía Política que tomara en consideración los intereses de las masas. Una de ellas estaba escrita por Herbert Spencer, entonces joven y desconocido, y se titulaba Estática Social o las condiciones esenciales para la felicidad humana especificadas y la primera de ellas desenvuelta. El capítulo noveno de este libro, «El derecho al uso de la tierra» es una terminante negativa de lo que los economistas de la escuela de Smith han supuesto confiadamente que no podía ser discutido, la validez de la propiedad de la tierra. No atrajo la atención en Inglaterra, haciéndose referencia a él en la British Quaterly Review, sólo en 1876, cuando sus obras sociológicas comenzaron primero a dar que hablar. Fue, sin embargo, reimpresa en los Estados Unidos en 1864 con una nota del autor, y cuando cerca de 1877, Appleton y Compañía, de New York, se hicieron editores americanos de los escritos filosóficos de aquél, imprimieron ésta con las demás obras y fortalecida por ellas entró en la circulación.
Ésta era la única obra de esa clase que yo conocía cuando escribí Progreso y miseria y en Un filósofo perplejo (1892), he dado una completa referencia de ella y de la artificiosa repudiación y final retractación de M. Spencer de lo que había dicho, negando la propiedad de la tierra.
En el mismo año (1850), apareció en Londres La teoría de la progresión humana y natural probabilidad de un reino de justicia. Era anónima y estaba dedicada a Víctor Cousin, de Francia. El argumento de La teoría de la progresión humana, es que hay una probabilidad del reinado de la justicia sobre la tierra o milenium anunciado por las escrituras proféticas. Uno de sus postulados primarios es la inspiración de la Biblia y la divinidad del fundador de la Religión cristiana, que, a su juicio, está en el presbiterianismo escocés, al cual trata como la verdadera religión, siendo a sus ojos todas las demás, falsas. Pero aunque adepto de la doctrina de la caída del hombre, que es por naturaleza vil y perverso, es un evolucionista creyente en el natural y necesario adelanto del género humano por el progreso de la cultura, o para usar su frase, por el progreso de las creencias correctas en el orden natural y en la necesaria secuencia de las ciencias, hacia el reinado de la justicia, en el cual se desenvolverá el reinado de la benevolencia.
Los elementos de las creencias correctas, según él los enuncia (pág. 94), son:
1.º La Biblia.
2.º Puntos de vista exactos sobre los fenómenos de naturaleza física.
3.º Una filosofía exacta sobre las operaciones mentales.
Las tres cosas que empareja como causa y efecto respectivamente, comprensivas de las condiciones de la sociedad, Son (pág. 120):
Cultura y libertad.
Superstición y despotismo.
Infidelidad y anarquía.
Y las cuatro proposiciones que mejor dan idea del objeto de su obra y del curso de sus pensamientos, son (pág. 160):
1.º Sobre la segura palabra de la profecía divina anticipamos un reino de la justicia sobre la tierra.
2.º Que un reino de la justicia implica necesariamente que cada hombre estará en un tiempo futuro en posesión de todos sus derechos en el mundo.
3.º Que la historia de las sociedades civilizadas nos muestra que la progresión del género humano, en el aspecto político, es desde la diversidad de privilegios hacia la igualdad de derechos.
4.º Que un hombre sólo puede tener un privilegio despojando a un hombre o a muchos otros de una parte de sus derechos. Y, por consecuencia, un reino de la justicia, consistirá en la destrucción de todo privilegio y en la restitución de todo derecho.
Estas proposiciones están desarrolladas en veintiuna proposiciones fundamentales y doce subproposiciones; pero todas están contenidas en las cuatro primeras. La décima subdivisión de la proposición vigésima y la vigésima primera proposición en conjunto merecen, sin embargo, ser citadas para dar una idea del carácter del hombre y de su pensamiento:
«...La cultura tiene necesariamente que producir cambio como el calor necesariamente produce cambio, y donde la cultura se hace más y más perfecta, más y más extensa, más y más generalmente difundida, tienen que realizarse necesariamente cambios en la misma razón y dirección hacia un nuevo orden social y una mejorada condición del hombre sobre el globo. Dondequiera, pues, que los intereses injustos de las clases dominantes son requeridos para franquear el progreso de la cultura, y aquellas clases dominantes perentoriamente rehúsan permitir que la condición de la sociedad sea mejorada, la espada es el instrumento que la cultura y la razón se ven obligadas a usar. Porque no es posible, no está dentro de los límites de la elección humana, que el progreso social pueda ser detenido permanentemente cuando el entendimiento de las masas ha superado en saber a aquellas proposiciones, respecto de las cuales la presente condición social es sólo la realización.
21. Nosotros afirmamos, finalmente, que la adquisición, la ordenación científica y la general difusión del saber suprimirán necesariamente el error y la superstición y mejorarán continuamente la condición de los hombres sobre el globo hasta que su condición definitiva sea la mejor que las circunstancias de la tierra permitan. En este terreno nosotros suscitamos (lo que en otras hábiles manos será asunto de no pequeño interés, especialmente) la natural probabilidad de un milenium basado sobre la clasificación de las ciencias, Sobre los pasados progresos del hombre y sobre la calculada evolución de los futuros progresos humanos. Sólo indicaremos el esbozo de este asunto y creemos, sin titubear, que cualquiera que lo mire a su verdadera luz verá desde luego cómo la asociación de la cultura y de la razón tienen que regenerar la tierra y suscitarán un período de universal prosperidad que el divino Creador ha prometido graciosamente, y cuya natural probabilidad sostenemos nosotros que está dentro de los cálculos de la razón humana».
El libro al cual, en lo que yo conozco, se parece más en asunto, designio y conclusiones La Teoría del Progreso humano es la Estática social de Herbert Spencer, publicada el mismo año aunque evidentemente sin conocimiento recíproco. Ambos parecen tener escasa noticia de los escritores de Economía Política y hacen ligera referencia a ellos: Spencer se refiere en un sitio a Smith, Mill y Chalmers, mientras que Dove no cita más autoridad que Moisés. Ambos tratan extensamente el mismo asunto y ambos llegan substancialmente a las mismas conclusiones prácticas; ambos afirman la misma gran doctrina de los derechos naturales del hombre, que es la esencia de la democracia jeffersioniana y la piedra de toque de la verdadera reforma; ambos declaran la supremacía de una ley más alta que las resoluciones humanas, y ambos creen en un proceso evolutivo que levantará los hombres a más altas y más nobles condiciones. Ambos expresan claramente y bien los postulados fundamentales del single tax y ambos son, naturalmente, absolutos librecambistas. Spencer consagra más espacio a la cuestión de la tierra, y prueba más minuciosamente la incompatibilidad de la propiedad privada de la tierra con la ley moral y declara la justicia y necesidad de apropiarse la renta para ingresos públicos sin decir nada respecto del modo; mientras que Dove se detiene más espacio en la maldad y estupidez de los aranceles, sisas y demás modos de sacar los ingresos de los impuestos sobre los productos del trabajo, y claramente indica el impuesto como el método para apropiarse la renta para fines públicos. Pero aunque el inglés agnóstico tenía que mirar al calvinista escocés como quien yace todavía en una superstición completamente extracientífica, hay un aspecto en el cual el vigor y el valor del pensamiento de Dove resplandecen por cima del de Spencer. Spencer, después de demostrar la absoluta nulidad de toda posible demanda de propiedad privada sobre la tierra, llega a decir que la reasunción, por el género humano en conjunto, de sus derechos sobre el suelo, tiene que tropezar con grandes dificultades; que si tuviéramos que tratar con las partes que primitivamente robaron a la raza humana su herencia, no sería muy difícil el asunto; pero que infortunadamente, los más de nuestros actuales propietarios, son hombres que directa o indirectamente han dado por sus propiedades una equivalente riqueza honradamente ganada y que «estimar y liquidar justamente las reclamaciones de éstos, es uno de los más intricados problemas que la sociedad tendrá que resolver algún día».
Pero el presbiteriano ortodoxo rehúsa enteramente doblar la rodilla ante Baal con la más leve concesión. Aunque no es más claro que Spencer en la demostración de que los propietarios, como tales, no tienen derecho alguno, no hay en su libro una sola palabra donde se admitan de ningún modo sus reclamaciones. Por el contrario, declara que la esclavitud es un robo de hombres, y que los veinte millones de libras de indemnización dados por el Parlamento británico a los colonos de la India occidental por la emancipación de sus esclavos, fue un acto de injusticia y de opresión para las masas británicas, y (pág. 139) añade:
«Ningún hombre en el mundo y ninguna sociedad en el mundo pueden tener jamás derecho a gravar a un trabajador con el propósito de indemnizar a un ladrón de hombres; y, aunque la medida esté ya pasada y ejecutada, dudamos mucho de que algunos casos análogos no sean puestos en claro por las masas de la nación antes de que pasen muchos años sobre la cabeza de los ingleses. Cuando la cuestión de la propiedad de la tierra llegue a una discusión concreta se pensará poco en la indemnización».
Sin embargo, ni en Inglaterra ni en los Estados Unidos, donde parece que fue publicada, en Boston, una edición a expensas del Senador Sumner, alcanzó Dove atención ninguna y jamás oí hablar de él hasta después de la publicación de Progreso y miseria, cuando en Irlanda en 1882, fui obsequiado con un ejemplar por Carlos Eason, jefe de la sucursal en Dublín de la gran casa editora de Smith e Hijos.
En 1854 apareció otro libro de Patricio Eduardo Dove, que el autor de la Teoría del progreso humano titulaba Los elementos de ciencia política, en dos libros: primero, sobre el Método, segundo, sobre la Doctrina. Y en 1856 apareció un tercer libro, La lógica de la Fe Cristiana, que era una disertación sobre el escepticismo, el panteísmo, el argumento a priori, el argumento a posteriori, el argumento intuitivo y la revelación, también con su nombre como autor y con una dedicatoria a Carlos Sumner, Senador de los Estados Unidos, quien, sin conocimiento de aquél, había procurado una reedición del primer libro de Dove, en Boston, movido indudablemente por sus vigorosas palabras sobre la esclavitud.
En 1859 apareció en Londres La fuerza de las naciones por Andrés Bisset, quien después (1877), ha publicado: La Historia de la lucha por el Gobierno parlamentario en Inglaterra, reseña de las tentativas sistemáticas de las familias de Plantagenet, Tudor y Stuart, para esclavizar al pueblo inglés, y que principalmente se ocupa de la tentativa de Carlos I, la resistencia a éste y su final ejecución. La fuerza de las naciones llama la atención muy sugestivamente sobre el hecho de que las posesiones feudales estaban condicionadas por el pago de renta o de especiales servicios al Estado y así, la ensalzada abolición de lo que eran obligaciones feudales por el Parlamento largo significó para los terratenientes ahorro de servicios, cuyo pago, medido por los actuales precios, bastaría para satisfacer los gastos totales de Inglaterra, y esos servicios fueron arrojados sobre la tributación general; de entonces data la Deuda nacional inglesa.
Estos libros han tenido muy poco influjo sobre la Economía política, y algunos de ellos salieron de la imprenta sin producir absolutamente ningún efecto perceptible. Es probable que haya otros que añadir a los que yo he mencionado, y es seguro que hay algunos, circunstancialmente impresos, que contienen irregular y espasmódicamente algún aspecto de la idea formulada en las líneas de Wat Tyler:
Cuando Adán cavaba y Eva hilaba. | |||
¿Quién era, allí caballero? |
Algún vislumbre de lo absurdo de la idea de que una pequeña fracción del género humano estuviese predestinada a comer y comer espléndidamente sin trabajar, y otra, y la mayor porción, a no hacer más que trabajar para que aquéllos pudieran comer y ser obligados a recibir como una merced la oportunidad de hacerlo, circula con relampagueos intermitentes al través de la literatura de la reforma. Pero en la Economía política, tal como existía en 1880, todas estas discusiones eran omitidas, y lo más que se podía encontrar en cualquiera de los escritores admitidos en las escuelas, era una tímida insinuación de que tiene que admitirse algunas veces que el futuro incremento del valor de la tierra, no ganado, pertenece a la sociedad, proposición que, aunque no tiene importancia alguna, por cuanto los propietarios pueden vender fácilmente la tierra de modo que ningún incremento no ganado sea ostensible, hizo que John Stuart Mill, que le dio algún asenso, fuese mirado torvamente por algunos como un temible radical.
La lucha para la abolición de las leyes de granos en Inglaterra no condujo a ningún desenvolvimiento de una economía política proteccionista. Se escribieron muchos libros y folletos en favor de la protección, pero eran simplemente llamamientos a los viejos modos de pensar y a los vulgares prejuicios, y las fuerzas favorables a la abolición prevalecieron. En otras partes, sin embargo, ocurrió cosa distinta. En el Continente las condiciones bajo las cuales alcanzó su victoria el librecambio en Inglaterra faltaron. Dividido en naciones hostiles, abrumadas con demandas de ingresos, el sistema mercantil tenía un cimiento práctico que no podía ser removido por las semimedidas de sus adversarios ingleses y el relámpago de esperanza que provino del tratado anglo-francés negociado entre Cobden y Napoleón III, fue destruido por las tremendas luchas que siguieron a la caída del último. En Alemania, el estallido del sentimiento nacional que siguió a la guerra con Francia y a la unificación de los Estados alemanes, hizo nacer una escuela de economistas germanos, quienes enseñaron una economía nacional en que, bajo varios nombres, tales como romántico, inductivo y nacional, fue defendido el proteccionismo.
Cuando se hizo la paz entre Inglaterra y los Estados Unidos, después de la guerra de la Independencia, los comisionados americanos recibieron instrucciones para concertar el completo librecambio entre los dos países. Fracasaron en esto tropezando con el sentimiento proteccionista que prevalecía en la Gran Bretaña en aquella época. Cuando los artículos de la Confederación dejaron su puesto a la Constitución, la necesidad de un independiente origen de rentas encontró el fácil procedimiento de establecer un arancel federal sobre las producciones extranjeras, aunque se garantiza el librecambio. entre los Estados; y el crecimiento de los intereses egoístas, causado por una demanda siempre creciente de mayores rentas y derivado de ella, levantó un fuerte partido en favor de la protección, que hizo su camino cuando dividiendo al país en dos secciones la cuestión de la esclavitud puso a los Estados en que el proteccionismo dominaba en posesión del gobierno, por la secesión del Sur. Este interés buscó su garantía en un sistema de economía política, y lo encontró en los esbozos de los economistas alemanes y en los escritos de Henry C. Carey, de Filadelfia, cuya teoría, en muchos aspectos, difiere de la filosofía inglesa, especialmente en su defensa de la protección. En América, esta tendencia proteccionista de la Economía Política tuvo su jefe en la Universidad de Pensilvania, y el apoyo de un poderoso partido en que las ideas de Jefferson fueron contradichas por las de Hamilton; mientras en la Gran Bretaña, las obras de Carlyle y el curso de los estudios y desarrollos modernos han popularizado en los centros escolares la escuela alemana.
Entre las escuelas, sin embargo, había una divergencia que comenzó a revestir grandes proporciones a medida que el resultado de la lucha contra las leyes de granos comenzó a manifestarse en la realización de todo lo que cualquiera de sus defensores osó proponer. Esto tomó forma en una discusión sobre el valor, que tendía a afirmar el hecho de que la admisión de que algunas cosas inmateriales sean riqueza, destruía la posibilidad de excluir de esta categoría cualquier cosa inmaterial que tuviera valor y, por consecuencia, que la riqueza, en sentido general, es lo único que tiene que considerar la economía política, que es realmente una ciencia de los cambios. Con los esfuerzos de Jevons, Macleod y otros, comenzó a abrirse camino esto, emparentado, naturalmente, con las escuelas históricas, inductiva, socialista y demás escuelas proteccionistas dimanadas de las enseñanzas continentales. En vez de trabajar por una mayor rectitud y sencillez, se hizo realmente de la Economía Política una ciencia oculta en la cual nada era cierto, y cuyos profesores, alegando una superior cultura, podían defender lo que les pluguiese.
Durante la centuria otra forma de proteccionismo se ha ido desenvolviendo, iniciada en Inglaterra, pero conquistando adeptos en todas partes. Como las otras, no reconoce diferencia entre la tierra y los productos del trabajo, considerándolo todo como riqueza y encaminada principalmente a luchar por la mejora en las condiciones del trabajo. Reconociendo a los trabajadores como una clase naturalmente separada de los patronos, patrocina la unión de los trabajadores en asociaciones, y reclama en beneficio de éstos la intervención del Estado para imponer restricciones, limitar las horas y servir sus intereses por varios caminos a expensas de las clases primariamente patronales. El espíritu alemán, culto, burocrático e incomprensible, puso esto en forma de lo que pasa por un sistema, en los grandes volúmenes de Carlos Marx titulados Capital, escritos en Inglaterra en 1867, pero publicados en alemán y no traducidos al inglés hasta después de su muerte en 1887. Sin distinguir entre productos naturales y productos del hombre, Marx sostiene que hay dos clases de valor -valor en uso y valor en cambio- y que al través de cierta alquimia del comprar y vender, el capitalista que alquila hombres para convertir las primeras materias en productos, obtiene un mayor valor del que él da. De esta proposición económica de Marx (difícilmente puede ser llamada teoría) u otras análogas, han sido derivados sistemas políticos con escasas diferencias entre ellos, después convertidos en plataformas políticas.
Bajo el nombre de socialismo, nombre que todos esos movimientos han conseguido al fin apropiarse, son abarcados esos diversos sistemas. Algunas veces oímos hablar de «socialismo científico» como algo que será establecido, digámoslo así, por aclamación o por disposiciones del Gobierno. En esto hay una tendencia a confundir la idea de ciencia con la de algo puramente convencional o político, un esquema o propuesta, no una ciencia. Porque ciencia, como previamente expliqué, es algo que se refiere a las leyes naturales, no a los propósitos del hombre, algo relacionado con lo que siempre ha existido y siempre tiene que existir. El socialismo no toma en cuenta las leyes naturales ni busca o se esfuerza en ser gobernado por ellas. Es un arte o sistema convencional como cualquier otro sistema político o de gobierno, mientras que la Economía Política es una exposición de ciertas e invariables leyes de la naturaleza humana. La propuesta que el socialismo hace, es que la colectividad o Estado asuma el manejo de todos los medios de producción, incluyendo la tierra, el capital y el hombre mismo; la supresión de toda competencia y la agrupación del género humano en dos clases: los directores, recibiendo órdenes del Gobierno y actuando por medio de la autoridad gubernamental, y los trabajadores, de quienes todo tiene que provenir, incluso los directores mismos. Se propone conducir el género humano al socialismo del Perú, pero sin hacerlo descansar sobre la voluntad o poder divinos. El moderno socialismo, en efecto, carece de religión y su tendencia es atea. Está más desprovisto de todo principio central o director que ninguna filosofía de las que conozco. El género humano está aquí; ¿cómo?, no lo explica, y tiene que proceder a fabricar un mundo por sí mismo tan desordenadamente como el que Alicia encontró en Wonderland. No hay sistema de derechos individuales por el que pueda definir la extensión de la libertad correspondiente al individuo o al que pueda encaminarse el Estado restringiéndola. Y mientras el individuo no tenga un principio que le guíe, es imposible que la sociedad misma lo tenga. Que tal sistema pueda ser llamado ciencia y gane adeptos, se explica sólo por la «fatal facilidad de escribir sin pensar», que la culta aptitud alemana para estudiar los detalles sin principios directores les permite y por el número de puestos que tal burocrática organización proporcionaría. Sin embargo, a causa de la represión gubernamental y de su admisión de las ideas de los trade union, aquél ha hecho gran camino en Alemania y ha logrado considerable asiento en Inglaterra.
Esta es la situación de las cosas al comenzar la octava década de la centuria, cuando la Economía política inglesa, la única Economía con pretensiones de ciencia, recibió de una más nueva y más libre Inglaterra, lo que ha resultado sangre fatal.
Exponiendo la razón, la acogida y el efecto de Progreso y miseria sobre la economía política
Progreso y miseria.-El preferir los profesores abandonar la «ciencia» antes que transformarla radicalmente, acarrea el derrumbamiento de la Economía universitaria.-La Enciclopedia británica.-La Escuela austriaca que ha sucedido a la clásica.
En Enero de 1880, precedida en 1879 por una edición del autor, en San Francisco, apareció mi Progreso y miseria, que fue seguida, en el mismo año, por una edición inglesa y otra alemana y, en 1882, por ediciones baratas, a la vez en Inglaterra y en los Estados Unidos. La historia del libro es sucintamente esta: vine a California por vía marítima a principios de 1858, y llegué a ser articulista de periódico. En 1869 fui al Este para asuntos periodísticos, regresando a California a principios del verano de 1870. John Russell Young, era en este tiempo director de la New York Tribune, y escribí para él un artículo sobre Los chinos en la costa del Pacífico, asunto que había comenzado a llamar la atención allí, adoptando el aspecto popular entre las clases trabajadoras de la Costa contrario a la ilimitada inmigración de aquella gente. Deseando conocer lo que la Economía Política tiene que decir acerca de las causas de los salarios, fui a la Biblioteca de Filadelfia, estudié la Economía Política de John Stuart Mill, y acepté sus conclusiones sin discutirlas, fundando mi artículo en ellas. Este artículo llamó la atención, especialmente en California, y un ejemplar enviado por mí a John Stuart Mill, me granjeó una carta de alabanzas.
Cuando estuve en el Este, el contraste del lujo y la necesidad que vi en New York me impresionaron, y volví al Oeste con la sensación de que tenía que haber una causa de ello y, que si era posible, yo la encontraría. Dando vueltas al asunto en mi pensamiento, en medio de mis continuas y apremiantes ocupaciones, encontré al fin la causa en considerar la tierra como propiedad, y en un folleto que pude escribir en un intervalo de vagar: Nuestra tierra y política de la tierra (San Francisco, 1870 lo expuse. Se vendió como un millar de ejemplares; pero vi que para llamar la atención había que realizar el trabajo más ampliamente, y absteniéndome de todo intento de imprimirlo en el Este hasta conocerlo mejor, me consagré con otros a la publicación (Diciembre 1871), de un periodiquito diario en San Francisco, que ocupó mi atención, aunque nunca olvidé mi principal propósito, hasta Diciembre de 1875, en que habiéndome enredado en una deuda con un rico (el Senador John P. Jones), de quien habíamos tomado un préstamo a instancia suya, me quedé sin un penique. Pedí al gobernador (Irwin) a quien yo había defendido, un puesto que me dejara vagar para consagrarme a mi ya completamente pensada obra. Me dio lo que tenía mucho de sinecura y ya ha sido abolido: el puesto de inspector oficial de los mecheros de gas. Esto, al mismo tiempo que me daba bastante para vivir, aunque irregularmente, me dejaba holgado espacio. Procuré dedicarlo a mi plan largo tiempo acariciado, y después de algún tiempo invertido en escribir y hablar, con intervalos de lectura y estudio, salió Progreso y miseria, en una edición del autor, en Agosto de 1879.
En este libro traté la misma cuestión que me tenía perplejo. Planteando el universal problema en un capítulo de introducción, encontré que la explicación que de él daba la Economía Política aceptada era que los salarios salen del capital y tienden constantemente al nivel más bajo en que el trabajo consiente en vivir y reproducirse, porque el aumento en el número de trabajadores tiende, naturalmente, a seguir y exceder cualquier aumento en capital. Examinando esta doctrina en el libro primero, compuesto de cinco capítulos, titulados Salarios y capital, demostré que estaba fundada sobre errores y que los salarios no salen del capital existente, sino que son producidos por el trabajo. En el libro segundo, Población y subsistencia, consagré cuatro capítulos a examinar y reprobar la teoría malthusiana. En el libro tercero, Las leyes de la distribución, demostré (en ocho capítulos), que las que se dan como tales leyes no son armónicas y procedí a demostrar cuáles son realmente las leyes de la renta, el interés y los salarios. En el libro cuarto (cuatro capítulos), probé que el efecto del progreso material es aumentar la proporción del producto que va a la renta. En el libro quinto (dos capítulos), expuse que esto es la causa primaria de los paroxismos de la crisis industrial y de la persistencia de la miseria entre la riqueza creciente. En el libro sexto, El remedio (dos capítulos), mostré la ineficacia de todos los remedios para la crisis industrial, no siendo una medida que dé a la comunidad el beneficio del aumento de renta. En el libro séptimo (cinco capítulos), examiné la justicia; en el octavo (cuatro capítulos), la exacta relación y práctica aplicación de este remedio; y en el libro noveno (cuatro capítulos), discutí sus efectos sobre la producción, sobre la distribución, sobre los individuos y clases, y sobre la organización social y la vida; así como en el libro diez (cinco capítulos), presenté brevemente la gran ley del progreso humano y demostré la relación de lo que yo proponía con esta ley. La conclusión (un capítulo), El problema de la vida individual, está consagrada al problema que surge en el corazón del individuo.
Esta obra era el más extenso y minucioso examen que se había hecho de la Economía Política, abarcando, en menos de seiscientas páginas, la totalidad del asunto que estimé necesario explicar y reconstituyendo completamente la Economía Política. No pude hallar quien imprimiese mi libro, salvo mi antiguo consocio en San Francisco, William. M. Hinton, quien se dedicaba a negocios de imprenta y que tuvo suficiente fe en mí para hacer los moldes. Vendí esta edición del autor, en San Francisco, a buen precio, que casi pagó los moldes, y envié copias a los editores de New York y Londres, ofreciéndome a proporcionarles los moldes. Hechos los gastos más pesados, Appleton y Compañía, de New York, aceptaron su impresión, y, aunque entonces no pude encontrar editor inglés, antes de un año de que saliera la primera edición, Kegan Paul, Trench y Compañía, emprendieron su publicación en Londres. Al mismo tiempo, y antes de la publicación de este libro, di en San Francisco una conferencia que condujo a la constitución de la «Unión para la reforma agraria de San Francisco», el primero de muchos movimientos análogos que se sucedieron.
Progreso y miseria ha sido, en resumen, la obra económica de mayor éxito publicada nunca. Sus razonamientos nunca han sido atacados victoriosamente, y en tres continentes ha iniciado movimientos cuyo triunfo práctico sólo es cuestión de tiempo. Sin embargo, aunque la economía política clásica ha sido derrotada, no lo ha sido, como a su tiempo predije, porque ninguno de sus profesores defienda lo que yo descubrí; sino que una nueva y enteramente incongruente economía política la ha reemplazado en las escuelas.
Entre los adeptos a la economía clásica, que han venido proclamándola como ciencia, no se ha hecho desde los tiempos de Smith ningún esfuerzo para determinar lo que es riqueza, no se ha intentado decir lo que constituye propiedad ni hacer correlativas y armónicas las leyes de la producción y distribución, hasta que se lanzó a ello un hombre nuevo, sin cultura ni títulos académicos, en los más remotos límites de la civilización, para emprender la reconstrucción de una ciencia, reconstrucción que comienza a hacer su camino y a llamar la atención. ¿Qué valían sus sagaces y laboriosos estudios si podían ser así ignorados, y si quién jamás había penetrado en un colegio, sino cuando intentó enseñar a los profesores los fundamentos de su ciencia, uno cuya educación era la vulgar, cuya alma mater había sido la proa de un barco y la imprenta, llegaba así a probar la inconsistencia de lo que ellos habían enseñado como ciencia? No había que pensar en ello. Y así, aunque unos pocos de esos economistas profesionales llegaron a decir algo acerca de Progreso y miseria, algo salpicado de equivocaciones, la mayoría prefirió descansar sobre sus posiciones oficiales, en las cuales estaban garantidos por los intereses de las clases dominantes y tratar como cosa desdeñable un libro que circulaba a millares en los tres grandes países de idioma inglés y que había sido traducido a los más importantes idiomas modernos. Así, los profesores de Economía Política, aparentaron rechazar las sencillas enseñanzas de Progreso y miseria, absteniéndose de reprobar o discutir lo que aquél había establecido y tratándolo con un desdeñoso silencio.
Si aquellos profesores universitarios hubieran admitido francamente los cambios propuestos por Progreso y miseria, algo del edificio que ellos construían pudiera haber sido conservado. Pero eso no está en la naturaleza humana.
No tenían sólo que aceptar a un hombre nuevo sin preparación académica, sino admitir que la verdadera ciencia era accesible a quien quisiera buscarla, y podía ser continuada satisfactoriamente sobre la mera base de la igualdad en los derechos y en los privilegios. No sólo hubiera hecho inútil la mayor parte del saber que ellos habían adquirido laboriosamente, y que constituía su título para las distinciones y los honores, sino que los hubiera convertido a ellos y a su ciencia en adversarios de los tremendos intereses pecuniarios, vitalmente relacionados con la justificación de las injustas disposiciones que les dan a aquéllos su poder. El cambio en criterios que esto hubiera implicado habría sido el más revolucionario que jamás se ha hecho, implicando una mudanza de extraordinario alcance en toda la constitución de la sociedad, cambio, como difícilmente se hubiera imaginado antes, y nunca ha sido realizado de una vez; porque la abolición de la esclavitud corporal era nada, comparada en sus efectos, con el transcendental carácter de la abolición de la propiedad privada de la tierra. Así los profesores de Economía Política, teniendo la sanción y el apoyo de las escuelas, prefirieron, y lo prefirieron naturalmente, reunir sus diferencias destacando aquello en que antes habían insistido como esencial, y enseñando una jerga incomprensible para los hombres corrientes, bajo el supuesto de enseñar una ciencia oculta que requiere un gran estudio de lo escrito por numerosos ilustrados profesores de todo el mundo y conocimiento de lenguas extrañas. Así la Economía Política de las escuelas, según se enseñaba, fracasó enteramente, y tal como se estudiaba en las escuelas, tendió al proteccionismo y a la doctrina germánica y al supuesto de que era una ciencia recóndita, de la cual quien no tuviera la preparación universitaria era incompetente para hablar, y sobre la cual sólo un hombre de gran cultura y saber podría expresar su opinión.
El primer indicio de cambio se dio en la Enciclopedia británica, la cual, en su volumen XIX de la novena edición, impresa en 1886, suprimió el artículo dogmático sobre la ciencia de la Economía Política que había sido inserto en las ediciones anteriores, y, consignando que la Economía Política se hallaba realmente en un estado de transición, por lo cual no era oportuno tratarla dogmáticamente, lo sustituyó por un artículo sobre la ciencia de la Economía Política, escrito por el profesor J. K. Ingram, quien procuró revisar cuanto se había escrito acerca de esto y cuyo trabajo fue inmediatamente reimpreso en un volumen en octavo con una introducción del profesor E. J. James, de la Universidad de Pensilvania, la institución docente que capitanea el proteccionismo americano.
Esta confesión de que la vieja Economía Política había muerto, estaba escrita en el estilo del «buen Dios, buen diablo», o histórico, y consistía en una noticia de los escritores sobre Economía Política desde los más antiguos tiempos, al través de una primera, una segunda y una tercera fase moderna, hasta la fase viniente o histórica.
Adam Smith era situado a la cabeza de la tercera escuela moderna: el sistema de libertad natural. Entre los predecesores de Smith se cuenta a los fisiócratas franceses, cuya fórmula de un impuesto único sobre el valor de la tierra, es referido a su doctrina sobre la productividad de la Agricultura y la esterilidad de las manufacturas y el comercio, «que fue rechazada por Smith y otros, y desapareció con la doctrina sobre la cual estaba fundada»; y el propio Smith es tratado como una respetable «antigualla», cuyas enseñanzas tienen ahora que ceder el paso a un más amplio criticismo y al más extenso conocimiento de la Escuela histórica. Son citados, con inacabable profusión, escritores de Francia, España, Alemania, Italia y naciones del Norte, pero no hay la menor referencia al hombre o al libro que estaba ejerciendo más influencia sobre el pensamiento, y encontrando más compradores que todos los demás juntos, ejemplo seguido hoy en los prolijos cuatro volúmenes del Diccionario de Economía Política, editado por R. H. Inglis Palgrave.
Esta acción era bastante. Las Enciclopedias y Diccionarios impresos desde entonces han seguido el ejemplo de la Británica. Chambers, que fue el primero en imprimir una nueva edición revisada, y Johnson's, que la continuó, concluyéndola en 1896, suprimieron lo que ellos habían previamente escrito en cuanto a la enseñanza de la Economía Política en artículos por el estilo de los de la Británica, mientras los nuevos diccionarios dan plaza reiteradamente a la jerga introducida como términos económicos.
En cuanto a la Universidad de Pensilvania, la gran autoridad del proteccionismo americano docente, puede decirse que pronto relegó a un puesto secundario a su profesor de Economía Política, Robert Ellis Thompson, un escocés que, hasta ese tiempo, enseñaba la mejor justificación científica del proteccionismo que podía hacerse, y colocó en su lugar al profesor E. J. James, ya dicho, y consagró toda su influencia y sus recursos a enseñar la protección por el método histórico e inductivo anglicanizado, bajo un nuevo, aunque raramente mencionado nombre. La nueva ciencia habla de «ciencia de lo económico» y no de Economía Política; enseña que no hay leyes naturales que rijan eternamente, y preguntado si el librecambio o la protección benefician, si los trust son buenos o malos, declina el dar una categórica respuesta, y replica que esto sólo puede decidirse respecto de un tiempo y lugar particulares y por una investigación histórica de cuanto se ha escrito acerca de ellos. Como esta indagación tiene que encomendarse, naturalmente, a los profesores y hombres cultos, permite a los profesores de «lo económico», que casi universalmente han ocupado los puestos creados para profesores de Economía Política, decretar a su gusto sin asomos de reglas o axiomas que los embaracen. Como esto por sí propio conduce a una aquiescencia para las opiniones o intereses de las clases ricas, dominantes en todas las escuelas, la Universidad de Pensilvania, adscrita a los intereses del proteccionismo sólo para renta, fue la primera en encontrarlo, pero ha sido rápida y generalmente seguida.
La indagación que yo he podido hacer en las obras y escritos, recientemente publicados, de los profesores autorizados de esta ciencia, me ha convencido de que ese cambio ha sido general en todas las escuelas, a la vez en Inglaterra y en los Estados Unidos. Tan general es ese lenguaje universitario, que puede decirse ahora que la ciencia de Economía Política, según la fundó Adam Smith, y fue autorizadamente enseñada hasta 1880, ha sido ya abandonada enteramente haciéndose referencia a sus maestros como maestros de «la Escuela clásica» de Economía Política, ya anticuada.
Lo que la ha reemplazado se denomina usualmente la escuela austriaca no por otra razón, que yo sepa, que la de que «vacas lejanas tienen largos cuernos». Si contiene algunos principios soy completamente incapaz de hallarlos. El investigador es remitido habitualmente a las obras incomprensibles del profesor Alfredo Marshall, de Cambridge, Inglaterra, cuyo primer volumen de sus Principios de lo Económico, con 764 páginas, publicado en 1891, todavía no ha sido acompañado por el segundo; a las voluminosas obras de Eugenio W. B. Böhm-Bawerk, profesor de Economía Política, primero en Innsbruck y después en Viena, Capital e interés y La teoría positiva del capital, traducida por el profesor William Smart de Glasgow; o a la Introducción a la teoría del valor, conforme a los sistemas de Menger, Wieser y Böhm-Bawerk, del profesor Smart, o a un grupo de obras alemanas escritas por hombres de quien aquél jamás ha oído hablar, y cuyos nombres ni siquiera puede pronunciar.
Esta pseudociencia saca su nombre de un idioma extranjero y usa, para sus términos, palabras adaptadas del alemán, palabras que no tienen lugar ni significado en un libro inglés. Está, en verdad, admirablemente calculado para servir los designios de aquellos poderosos intereses dominantes en las escuelas bajo nuestra organización, que temen a una sencilla y comprensible Economía Política, y que desean, vagamente, que los pobres muchachos sometidos a ellos por sus profesores, resulten incapaces de pensar sobre las cuestiones económicas. Nada hay que recuerde tanto lo que Schopenhauer dice («Parerga y Paralipomena») de las obras del filósofo alemán Hegel, como lo que han escrito los profesores, y los volúmenes para mutua admiración que aquéllos publican en serie:
«Si se quiere convertir a un joven brillante en tan estúpido que resulte incapaz de todo pensamiento efectivo, el mejor medio será recomendarle un diligente estudio de esas obras. Porque el acoplamiento monstruoso de palabras que realmente se destruyen y contradicen entre sí, causa al espíritu tal vano tormento por el esfuerzo para descubrir el significado, que al fin se paraliza exhausto, con su capacidad de pensar tan completamente destruida, que desde aquel instante las frases sin sentido cuentan para él como pensamientos».
Ésta es la situación a que todos los profesores que yo conozco han llevado la Economía Política en la enseñanza de las escuelas.
Exponiendo por qué razón se estudia la naturaleza del valor antes que la de la riqueza
El punto de acuerdo en cuanto a la riqueza.-Ventajas de partir de este punto.
Hemos visto la absoluta confusión que existe entre los economistas en cuanto a la naturaleza de la riqueza, y hemos explicado suficientemente sus causas y resultados. Permitidme ahora volver nuevamente sobre el problema que nos ocupa y que debe ser esclarecido para que podamos avanzar sobre un terreno firme: ¿Cuál es el significado de riqueza como término económico?
La falta de exactitud y de lógica en cuanto a la naturaleza de la riqueza de las naciones que inició Adam Smith, ha producido, en manos de sus autorizados continuadores, una confusión tanto peor cuanto que la única proposición relativa a la riqueza en la cual podemos decir que todos los economistas concuerdan es que toda riqueza tiene valor. Mas acerca de si todo lo que tiene valor es riqueza, y cuáles formas de valor son riqueza y cuáles no, hay las más grandes divergencias. Y si consideramos las definiciones dadas en los libros prestigiosos sobre el término riqueza o sobre el subtérmino de riqueza, capital, veremos que las confusiones en cuanto a la naturaleza de la riqueza que hemos expuesto parecen proceder de las confusiones acerca de la naturaleza del valor.
Es completamente posible, a mi juicio, fijar el significado del término riqueza sin determinar primero el significado del término valor. Esto hice en Progreso y miseria, donde mi propósito, al definir el significado de riqueza, era fijar el significado del subtérmino de aquélla, capital, para ver si es o no verdad que los salarios se sacan del capital. Pero como en el presente libro, por ser un tratado sobre el conjunto de la Economía Política, será necesario tratar independientemente de la naturaleza del valor, conducirá, en mi sentir, a presentar un más ordenado y conciso sistema el considerar la naturaleza del valor antes de proceder definitivamente a considerar la naturaleza de la riqueza.
Y puesto que los espíritus que han sido obscurecidos por las confusiones admitidos pueden ser abiertos fácilmente a la verdad, puntualizando en qué consisten esas confusiones y cómo se originan, este modo de proceder a la determinación de la naturaleza de la riqueza por medio de un examen de la naturaleza del valor, tendrá la ventaja de encontrar en el camino las confusiones, en cuanto al valor, que en el entendimiento de quienes estudian la Economía universitaria, acarrea perplejidades acerca de la idea de la riqueza.
Exponiendo los dos sentidos del valor; cómo ha sido ignorada la distinción y su verdadera eficacia y razón para limitar el vocablo económico a uno de dichos sentidos
Importancia del vocablo valor.-Significado original de la palabra.-Sus dos sentidos.-Nombres adoptados por Smith para ellos.-Utilidad y deseabilidad.-Juicio de Mill acerca de Smith.-Completa ignorancia de la distinción en la escuela austriaca.-Causa de esta confusión.-La capacidad de uso no es utilidad.-La distinción de Smith es real.-El doble uso de una palabra en el lenguaje vulgar debe ser esquivado en la Economía Política.-Valor intrínseco.
El vocablo valor es de la más fundamental importancia en Economía Política; tanto que algunos escritores de Economía Política la han denominado ciencia de los valores. Sin embargo, al estudiar el significado y naturaleza del valor, llegamos a lo más vivo y ardiente de la discusión económica, punto que, desde el tiempo de Adam Smith hasta el presente, ha estado envuelto en crecientes confusiones y sometido a interminables controversias. Examinémoslo cuidadosamente, aunque por el momento pueda parecer esto un trabajo innecesario, porque es un punto desde el cual, divergencias aparentemente livianas, pueden finalmente falsear conclusiones acerca de extremos de la mayor importancia práctica.
El significado original y más amplio de la palabra valor, es el de precio o apreciabilidad, que implica y expresa la idea de estima y consideración.
Pero nosotros estimamos unas cosas por sus cualidades o por los usos a que directamente podemos aplicarlas, al paso que estimamos otras por lo que podemos obtener en cambio de ellas. Nosotros no distinguimos la clase o motivo de aprecio en nuestro uso de la palabra estima, ni tampoco es necesario hacerlo en nuestro empleo corriente de la palabra valor. El sentido en que se emplea la palabra valor, cuando no está expresado por las palabras asociadas con ella o por el contexto, es indicado suficientemente para las necesidades usuales por las condiciones o naturaleza de las cosas a que se atribuye ese valor. Así, la sola palabra valor, tiene en el idioma inglés usual dos sentidos distintos. Uno es el de aptitud para ser usada una cosa o utilidad, como cuando hablamos del valor del Océano para el hombre, el valor del compás en la navegación, el valor del tratamiento antiséptico en la cirugía, o cuando pensando en los méritos de la producción mental, sus cualidades de utilidad para el lector o para el público, hablamos del valor de un libro.
El otro sentido, completamente distinto, aunque derivado de la palabra valor, es el que usualmente y en la mayoría de los casos, aun de la Economía Política, se define suficientemente como cambiabilidad o poder de comprar, como cuando hablamos del valor del oro como superior al valor del hierro, o de un libro con rica encuadernación como más valioso que el mismo libro con encuadernación sencilla, o del valor de un derecho de propiedad intelectual, o de una patente, o de la disminución del valor del acero por el procedimiento Bessemer, o del aluminio por los progresos que ahora se aplican a su extracción.
El primer sentido de la palabra valor, que es el de la capacidad de uso, la cualidad que una cosa puede tener de satisfacer directamente las necesidades humanas, fue denominado por Adam Smith «valor en uso».
El segundo sentido de la palabra valor, que es el de precio de transferencia o mercantil, la cualidad que una cosa tiene de satisfacer indirectamente los deseos humanos cambiándola por otras cosas, fue denominado por Adam Smith «valor en cambio».
Las palabras de Adam Smith, son (libro I, capítulo IV):
«La palabra 'valor', debe observarse, tiene dos diferentes significados; unas veces expresa la utilidad de algún objeto particular, y otras el poder de comprar otras mercancías que la posesión de dicho objeto confiere. Uno puede ser llamado 'valor en uso'; el otro 'valor en cambio'. Las cosas que tienen el mayor valor en uso frecuentemente tienen muy poco o ningún valor en cambio, y, por el contrario, aquéllas que tienen el mayor valor en cambio frecuentemente tienen poco o ningún valor en uso. Nada es más útil que el agua, pero con ella apenas se comprará nada; apenas se dará nada en cambio de ella. Un diamante, por el contrario, tiene escaso 'valor en uso', pero frecuentemente, se dará una gran cantidad de mercancías en cambio de él».
Estos dos términos adoptados por Adam Smith como el mejor medio de expresar los dos distintos sentidos de la palabra valor, tomaron puesto desde luego en la terminología económica aceptada y desde su tiempo se han empleado generalmente.
Pero aunque los términos de la distinción empleados por él han sido aceptados desde el principio, no ha ocurrido eso con la distinción en sí misma. Desde el comienzo, sus continuadores y comentaristas insinuaron dudas acerca de su realidad, declarando que no podía tener valor en cambio nada de que no hubiera demanda; que la demanda implica algún género de utilidad o capacidad de uso, y que, por consiguiente, lo que tiene valor en cambio ha de tener también valor en uso, y que Adam Smith fue inducido a la confusión por una tendencia a introducir distingos morales en una ciencia que no sabe nada de distinciones éticas. Esta opinión ha sido aceptada por los economistas políticos generalmente, y en cuanto yo conozco, universalmente16.
Así, John Stuart Mill (a quien cito como el mejor expositor de la Economía Política universitaria aceptada hasta el tiempo en que la escuela austriaca o psicológica, vino a ser el «hado» de los confundidos profesores) comenzó el tratado del valor consignando que «el más pequeño error sobre este asunto inficiona con errores correlativos todas nuestras demás conclusiones, y que cualquiera vaguedad o niebla en nuestros conceptos sobre ello crea confusión e incertidumbre en lo restante» Y continúa así (Principios de Economía Política, Libro III, capítulo III. Sección 1ª.):
«Tenemos que comenzar restableciendo nuestra terminología. Adam Smith, en un pasaje citado con frecuencia, se ha referido a la más notoria ambigüedad de la palabra «valor»; la cual, en uno de sus sentidos, significa utilidad, y en otro, poder de compra; en su propio lenguaje, valor en uso y valor en cambio. Pero (como Mr. De Quinzey ha hecho notar) al ilustrar ese doble significado, el propio Adam Smith cayó en otra ambigüedad. Las cosas (dice él), que tienen el mayor valor en uso frecuentemente tienen poco o ningún valor en cambio, lo cual es verdad puesto que lo que puede ser obtenido sin trabajo o sacrificio carecerá de precio cualesquiera que sean su utilidad o inutilidad. Pero añade, que las cosas que tienen el mayor valor en cambio, como un diamante, por ejemplo, pueden tener poco o ningún valor en uso. Emplea la palabra 'uso', no en el sentido que a la Economía Política concierne, sino en aquel otro sentido en que uso es opuesto a deleite. La Economía Política no tiene nada que ver con la estimación comparativa de los diferentes usos en el juicio de un filósofo o de un moralista. El uso de una cosa, en la Economía Política, significa la capacidad de satisfacer un deseo o servir a un propósito. Los diamantes tienen esta capacidad en alto grado, y si no la tuvieran carecerían de precio. El valor en uso, o, como Mr. De Quinzey lo llama, 'teleológico', es el límite extremo del valor en cambio. El valor en cambio de una cosa puede ser parte, en cuanto a un conjunto, de su valor en uso; pero que pueda exceder jamás al valor en uso, implica contradicción; supondría que alguien daría por poseer una cosa más que el máximo valor en que él mismo lo apreciaría como medio de satisfacer sus inclinaciones.
La palabra 'valor', cuando se usa sin aditamento, significa siempre, en Economía Política, valor en cambio».
He aquí un extraño arreglo de la fraseología. Permitidme entresacar sus afirmaciones. Son: que Adam Smith se equivocaba al decir que las cosas que tienen el mayor valor en cambio, como un diamante, pueden tener poco o ningún valor en uso, porque el uso de una cosa, en Economía Política, que no sabe nada de estimación moral de los usos, significa su capacidad para satisfacer un deseo o servir un propósito, capacidad que los diamantes tienen en alto grado y que, si carecieran de ella, no tendrían ningún valor en cambio (carecerían de precio). Valor en uso es el más alto («el extremo límite de») valor en cambio posible. El valor en cambio de una cosa no puede superar nunca al valor en uso de ella. Suponer lo opuesto implicaría una contradicción: que alguien daría por poseer una cosa más que su máximo valor en uso para él («valor que aquél le asigna como un medio de satisfacer sus inclinaciones»).
En esto hay una completa identificación del valor en uso, utilidad o usabilidad, con el valor en cambio, cambiabilidad o poder de compra. ¿Qué queda de las demás afirmaciones de Mill, hechas en el mismo párrafo? Si Adam Smith se equivocaba al decir que el valor en cambio de una cosa puede ser mayor que su valor en uso, ¿cómo puede ser exacto decir que el valor en cambio de una cosa puede ser menor que su valor en uso? ¿Si el valor en uso es el más alto límite del valor en cambio, no es necesariamente el límite más bajo? Si los diamantes derivan su valor en cambio de su capacidad para satisfacer un deseo o servir un propósito, ¿no ocurre lo mismo con las legumbres? Si valor en cambio significa meramente valor en uso, ¿por qué distingue Stuart Mill entre los dos sentidos de la palabra valor, el de utilidad y el de poder de compra? ¿Por qué nos dice que la palabra valor, cuando es empleada sin aditamento, significa siempre, en Economía Política, valor en cambio? ¿Por qué conserva una distinción donde no hay diferencia real?
En esta identificación de utilidad con «desiredness» (que he citado de Mill, meramente por vía de ejemplo, porque comenzó inmediatamente después de Adam Smith y estaba bien arraigada en la Economía Política corriente mucho antes de Mill, como él propio declara diciendo en el primer párrafo de su Tratado de los valores: «Felizmente, nada queda en las leyes del valor que tenga que esclarecer un escritor presente o futuro: la teoría de esta materia está completa») está el principio de aquella teoría del valor que lo hace surgir de la utilidad marginal, y de la cual Jevons fue el primer expositor inglés y que ha sido llevada a su completo desarrollo por lo que se conoce como escuela austriaca o psicológica. Esta escuela, suprimiendo toda distinción entre valor en uso y valor en cambio, hace del valor sin distinción una expresión de la intensidad del deseo, atribuyéndolo a un origen puramente mental o subjetivo. En esta teoría, la intensidad del deseo del comedor de pan por comer pan fija la utilidad extrema o marginal del pan. Éste fija también la utilidad del producto del que el pan está hecho -harina, leche, levadura, leña, etc.,- y de los instrumentos empleados para hacerlo -hornos, palas, etc.,- y también de las materias naturales usadas para fabricar estos productos y, finalmente, de la tierra y el trabajo.
Pero todo este complicado amontonamiento de confusiones se engendra, como hemos visto en Mill, en un negligente empleo de las palabras. Nada verdaderamente puede mostrar con más vigor la necesidad del cuidado en cuanto al uso de las palabras en la Economía Política, que procuré inculcar al lector en la introducción de esta obra, que el espectáculo ofrecido aquí por el autor del más completo tratado de Lógica que hay en idioma inglés, cayendo en un error vital en aquello que él declara que es la cuestión más fundamental de Economía Política, no llegando a percibir la distinción en el significado de dos palabras corrientes. Sin embargo, con suficiente claridad está aquí la causa de que Mill acepte lo que muchos pensadores inferiores a Adam Smith han creído que era una corrección al gran escocés. El eje de su argumento es que la capacidad de «un uso», en el sentido de satisfacer un deseo o servir un propósito, es idéntico a la utilidad. Pero no es así. Cualquier chico aprende, mucho antes de echar los dientes, que la capacidad de uso no es la utilidad. He aquí, por ejemplo, un diálogo como cualquiera que haya ido a una escuela primaria a la antigua o se haya mezclado, siendo muchacho, con muchachos, tiene que haber oído una y otra vez:
Primer muchacho.-¿Cuál es el uso de ese a1filer torcido que estás curvando?
Segundo muchacho.-¿Cuál es el uso? Su uso es ponerlo en el asiento de algún compañero justamente cuando vaya a sentarse y hacerlo saltar y gritar, y oír al maestro encargar el orden, mientras estás estudiando afanosamente tu lección, sin que nadie sepa que es lo que ocurre.
Ciertamente este es un uso ¿pero le atribuiría cualquiera, sino un chico de la escuela, utilidad a dicho uso?
Igualmente, los anillos de la nariz de algunos salvajes, el tatuaje de otros y de los marineros; el apretarse las cinturas las mujeres civilizadas; los monstruosos armadijos con que las damas elegantes europeas se componían los cabellos en la última centuria; los miriñaques durante una parte de ésta; las crueles distorsiones practicadas en los pies de las niñas de clases elevadas en China, son todos usos, pero ¿implican, por consiguiente, utilidad?
También los anillos comprados en Rusia por Drummond y Dalziel, cuando fueron enviados a Escocia por Carlos II para forzar al Episcopado a que entrara en los Pactistas, tenían «un uso». Las ruedas que los ingleses apresadores de los barcos de la Armada española dijeron haber encontrado en aquellos navíos, dedicadas, según creyeron, al designio de convertir protestantes ingleses a la verdadera fe de Roma, tenían también la capacidad de satisfacer un infernal deseo. Tenían incuestionablemente, en aquel tiempo, valor en cambio, y en verdad que, si todavía existen, tendrán ahora valor en cambio, porque pueden ser compradas para los museos, y no sé cómo en aquel tiempo podía haber sido rechazado, o si aún existen, podría ahora rehusárseles un lugar en alguna categoría de artículos de riqueza. Pero, ¿son artículos útiles? Nadie puede decir eso ahora. Hubo, es verdad, en aquel tiempo alguna gente que hubiera podido afirmar su utilidad. Pero considérese el supuesto único bajo el cual podía alegarse esa utilidad, para puntualizar una distinción esencial entre el significado de utilidad y el de mera capacidad de uso. Las argollas y ruedas de tortura sólo podían haber sido consideradas útiles sobre la hipótesis de que la salvación eterna del hombre, su exención de infinitas torturas, dependía de su aceptación de ciertas creencias teológicas, y, por consiguiente, que la extirpación del cisma y la herejía, aun por el uso de torturas temporales, conducía al verdadero bienestar y a la final felicidad de la generalidad de la especie humana.
Considerar esto, es ver que lo que constituye realmente la idea esencial de utilidad, esto es, de aquella cualidad de una cosa que Adam Smith designaba como utilidad o valor en uso, es, no la capacidad de cualquier uso, sino la capacidad de uso en la satisfacción de los deseos naturales, normales y generales de los hombres.
Y en esto Adam Smith, siguiendo a los fisiócratas, reconocía una distinción que él no creó y que las confusiones de las ideas económicas corrientes no pueden extirpar; una distinción que no viene de las sutilezas de los filósofos o moralistas, sino que se funda sobre las percepciones comunes del entendimiento humano, la distinción entre cosas que en sí mismas, o en sus empleos, conducen al bienestar y felicidad, y cosas que en sí mismas o en sus usos implican estériles esfuerzos o perjuicios y dolores al fin. La capacidad de satisfacer algún deseo, aunque fuere inútil, vicioso o cruel, es verdaderamente todo lo que se necesita para la cambiabilidad o valor en cambio. Mas para dar utilidad o valor en uso, se necesita algo más, y es la capacidad de satisfacer, no cualquier deseo posible, sino aquellos deseos que llamamos necesidades o exigencias, y que, cayendo más bajo en el orden de los deseos, son sentidas por todos los hombres17.
Valor en uso y valor en cambio pueden ser, y lo son frecuentemente, atribuidos a las mismas cosas y de hecho, indudablemente, la gran mayoría de cosas que tienen valor en cambio tienen también valor en uso. Pero esta conexión no es necesaria y las dos cualidades no tienen relación ninguna entre sí. Una cosa puede tener valor en uso en el más alto grado, y, sin embargo, tener muy poco valor en cambio, o ninguno. Una cosa puede tener valor en cambio en muy alto grado y escaso o ningún valor en uso. El aire tiene el mayor valor en uso, puesto que sin aire no podemos vivir un minuto. Pero esta suprema utilidad no le da valor en cambio. El Bambino de Roma, o la túnica sagrada de Treves, podían probablemente ser cambiadas, como otros venerados objetos análogos lo fueron en su tiempo por enormes sumas; pero el valor en uso del uno es el de una muñeca infantil de cera, el del otro el de unos harapos viejos. Las dos cualidades de valor en uso y valor en cambio son tan esencialmente diferentes y no relacionables, como el peso y el color, aunque algunas veces hablemos nosotros de pesados grises o ligeros azules, como en el lenguaje corriente empleamos la palabra valor ya para expresar una de dichas cualidades o ya la otra. La cualidad de valor en uso, es una cualidad intrínseca o inherente adherida a la cosa en sí misma y que le da aptitud para satisfacer necesidades humanas. No puede tener valor en uso si no tiene aquélla, y en la medida en que la tenga, cualquiera que sea su valor de cambio. Y su valor en uso es el mismo, ya se pueda obtener mucho a cambio de ella o ya «nadie la apetezca». La cualidad de valor en cambio, por el contrario, no es intrínseca o inherente.
Hay, es cierto, un especial sentido, en el que, conforme al uso, hablamos en ciertos casos de valor intrínseco, asignándolo a aquella parte del valor que procede enteramente de la estimación del hombre, y donde en realidad no puede existir valor inherente o intrínseco. Los casos en que hacemos esto, son casos en que deseamos distinguir entre el valor en cambio que una cosa puede tener en una más alta o más valiosa forma, y el valor en cambio que quedaría en ella aunque se la redujera a una más baja o menos valiosa forma. Así, un ánfora de plata o una moneda de plata de los Estados Unidos perderían valor en cambio si se los convirtiera en lingotes; o un grifo o un ancla de un barco perderían valor en cambio si se los convirtiera en lingotes. Sin embargo, retendrían el valor en cambio del metal con que están fabricados. De este valor en cambio que permanecería en una más baja forma es del que acostumbramos a hablar como «valor intrínseco». Pero empleando este término, siempre recordaremos su sentido meramente relativo. El valor en sentido económico, o valor en cambio, realmente nunca puede ser intrínseco. Se refiere, no a una propiedad de la cosa en sí misma, sino a una estimación que de ella hacen los hombres: al esfuerzo y fatiga que algunos hombres padecerían por adquirir la posesión de ella, o a la suma de otras cosas que cuesten esfuerzo y fatiga que darían por ella.
Ni hay en el pensamiento humano ninguna medida común para la utilidad y la cambiabilidad. Que estimemos más una cosa por las cualidades intrínsecas que le comunican utilidad, o por su cualidad extrínseca de conseguir otras cosas en cambio, depende de las circunstancias.
Un osado compatriota atravesó recientemente el mar desde las costas de Noruega hasta los Estados Unidos en un bote de dieciséis pies. Supongamos que viniera a New York, y uno de nuestros multimillonarios, a usanza de las Mil y Una Noches, le dijera: «Si quiere usted hacer un viaje bajo mi dirección, puede usted repostar su bote a mis expensas con lo que quiera escoger en New York sin mirar su coste». ¿De qué lo colmaría? Esto no se puede contestar con una sola palabra, puesto que dependería enteramente del sitio donde el millonario le exigiera ir. Si sólo tenía que cruzar el Norte Rever desde New York a Jersey Cit., desdeñaría el valor en uso y amontonaría lo que tuviera más alto valor en cambio, en relación a su volumen y peso: oro, diamantes, papel moneda. Para llevar la mayor cantidad posible de esto, dejaría fuera muchas cosas con valor en uso de que podía prescindir durante una hora o dos, hasta velas superfluas, áncoras, sondas, compases, un trozo de alimento y un sorbo de agua. Pero si tenía que cruzar el Atlántico otra vez, su primer cuidado sería por las cosas útiles para el manejo de su bote y el sustento y comodidad de su propia vida durante los largos meses de peligro y de soledad que habían de transcurrir antes de que esperase llegar otra vez a tierra. Miraría al valor en uso prescindiendo del valor en cambio. Si no había perdido la prudencia, que se requiere indispensablemente no menos que la audacia para hacer semejante excursión, es indudable que preferiría llevar su peso en agua fresca a tomar un sencillo diamante o una pieza de oro, y preferiría otra lata de bizcocho o de carne en conserva, al último paquete de billetes de miles de dólares que pudiera poner en su lugar.
Adam Smith tenía razón. La distinción entre valor en cambio y valor en uso es esencial. Es tan clara, verdadera y necesaria que, como hemos visto, John Stuart Mill, no podía dejar de reconocerla parcialmente en el instante mismo en que la eliminaba por completo, y los últimos economistas que han llevado la confusión expresada por aquél a su punto de mayor embrollo, se ven también compelidos a reconocerla en el momento en que trasponen el círculo de sus incomprensibles palabras. A pesar de todos los esfuerzos para confundirlo y olvidarlo, «valor en uso», «valor en cambio», conservan aún su puesto en la terminología económica. Los términos, en sí propios, quizá no son los más felices que se pudo elegir. Pero han sido tan empleados hasta ahora, que sería difícil reemplazarlos. Sólo es preciso hacer lo que Adam Smith apenas pudo pensar que fuese necesario: puntualizar lo que realmente significan. Aquél los tomó, en efecto, del lenguaje vulgar, y aún conservan sobre cualquier término económico la ventaja de ser inteligibles para la generalidad.
En el lenguaje corriente, la sola palabra valor, como ya hemos dicho, basta habitualmente para expresar ya el valor en uso ya el valor en cambio. Porque la acepción en que se emplea está indicada generalmente con bastante claridad, ya por el contexto, ya por la situación o naturaleza de la cosa de que se habla. Pero en los casos en que no hay tal indicación, o en que la indicación no es suficientemente clara, el uso de la palabra valor suscitará desde luego una duda equivalente a «¿habla usted de valor en uso o de valor en cambio»?
Si un hombre me dice: «este es un perro valioso, ha salvado a un niño que se estaba ahogando», yo sé que el valor de que habla, es valor en uso; pero si dice: «este es un perro valioso, su hermano costó cien dólares», entiendo que habla de valor en cambio. Mas cuando dice tan sólo: «es un perro valioso», generalmente hay alguna indicación que me permite comprender a qué sentido del valor se refiere. Si no hay ninguna y me interesa lo bastante para preocuparme, le haré preguntas tales como «¿por qué? o ¿cuánto?
En los razonamientos económicos, sin embargo, el peligro preveniente de usar una palabra que expresa dos distintas y a menudo contrarias ideas, es mucho mayor que en el lenguaje usual, y si hay que conservar la palabra, una de sus acepciones debe de ser abandonada. De los dos significados de la palabra valor, el primero, o sea el de valor en uso, no afecta o afecta sólo incidentalmente a la Economía Política, mientras que el segundo, el de valor en cambio, es evocado continuamente porque este es el valor de que la Economía Política trata. Para ahorrar el uso de palabras y al mismo tiempo esquivar riesgos de equivocaciones y confusiones, es beneficioso, por consiguiente, restringir el uso de la palabra valor como vocablo económico a la acepción de valor en cambio, como hizo Adam Smith, y como se ha practicado generalmente desde su tiempo, y prescindir del empleo de la palabra valor sola, en el sentido de valor en uso, sustituyéndola cuando sea ocasión de expresar la idea de valor en uso y el contexto inmediato no muestre claramente la limitación del significado ya por la frase completa, «valor en uso», ya por alguna otra palabra como usabilidad o utilidad. Eso es lo que procuraré hacer en esta obra, empleando de aquí en adelante el término valor sólo como expresivo de la potencia adquisitiva o «valor en cambio».